A mediados del siglo xv, los turcos se habían apoderado de toda el Asia Menor, occidental y septentrional, y en Europa eran dueños de toda Bulgaria, Tesalia y Tracia, salvo Constantinopla y una franja de terreno que la rodeaba. Virtualmente, nada había quedado a los emperadores de Oriente, salvo su capital, y ésta se hallaba aislada por mar y por tierra de la posibilidad de ayuda cristiana. Una generación antes se había rechazado de sus murallas a un ejército turco, pero en 1453 se presentó ante ellas otro ejército, armado con la más poderosa artillería de sitio que se hubiese podido reunir nunca antes. El emperador hizo desesperados esfuerzos para obtener ayuda. Ofrecía, inclusive, el precio supremo de la conformidad eclesiástica con Roma, pero era demasiado tarde. La ciudad fue tomada por asalto y saqueada. Bajo un montón de cadáveres, alguien vio un par de botas que llevaban bordadas en oro las águilas imperiales, y de esta manera identificó el cuerpo del último sucesor directo de Constantino y Augusto.
Éste fue el fin de lo que en otro tiempo fuera el más imponente de todos los estados cristianos. Dio a los turcos la ciudad más populosa de Europa y convirtió al patriarca de Oriente, cabeza de la cristiandad ortodoxa, en subdito del sultán. No procuró grandes riquezas a los conquistadores y, desde el punto de vista estratégico, simplemente quitó un obstáculo; pero su significación moral fue inmensa. No condujo a represalias. En el Occidente se despertó una emoción indignada y vociferante, pero no podía ni pensarse en organizar una acción militar común. No hubo cruzada.
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