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Las Reformas

Hemos visto que los gobernantes fuertes por doquier, y particularmente en España y en Francia, vigorizaron su poder en relación con el de la Iglesia, y que hubo numerosos intentos, en mayor o en menor escala, de hacer avanzar, ya sea mediante concilios o de otra manera, el rezagado movimiento de Reforma. Tanto si los gobernantes tenían como móvil la avidez de riquezas, o un deseo de buenos gobernantes de prestar su apoyo á los reformadores, la riqueza y el poderío de las instituciones eclesiásticas existentes estaban condenados a padecer por igual. Reformas locales y limitadas podían tener mucho de bueno, pero trastornaban el estado existente de la distribución de la riqueza. Los gobiernos fuertes, o los obispos fuertes, podían evitar grandes trastornos; pero así en su centro, como en su periferia, la Iglesia, a comienzos del siglo xvi, estaba amenazada por nuevas tendencias, cada una de las cuales frenaba a veces a las otras, pero a veces también las respaldaba. En primer lugar, las innovaciones intelectuales y morales estaban trastornando la uniformidad de las creencias y la lealtad para con las autoridades. Los sabios, con su entusiasmo por la verdad y su formidable buen sentido, ponían en tela de juicio algo más que la mera expresión de los textos sagrados. Un italiano, Lorenzo Valla, expuso la falsedad de un documento famoso (que ya habían puesto en tela de juicio Nicolás de Cusa y otros), en el cual se decía que el emperador Constantino le había otorgado al papado derechos en materia de poder temporal. También dio expresión a una teoría ética, no muy nueva que digamos, a la que podríamos llamar utilitaria; lo bueno no era otra cosa que lo útil, o dicho con otras palabras, los resultados para los individuos eran el criterio último de bondad. Esta doctrina, y su proposición todavía más sorprendente de que el Papa era el Anticristo de que se hablaba en el Libro del Apocalipsis, no impidieron que Valla disfrutara hasta su muerte de un cargo en la corte papal. Un eminente erudito aristotélico, Pietro Pomponazzi, preservando su ostensible ortodoxia mediante un expediente que a nadie podía engañar, alegó contra la inmortalidad del alma. Pero no perdió su cátedra de profesor en la gran Universidad de Padua. Este trastorno de las antiguas creencias hizo que algunos hombres fuesen más tolerantes, en tanto que otros se alarmaron y aumentaron sus censuras, cuando vieron la mundanidad y el relajamiento del clero, desde los papas, que vivían como príncipes magníficos, hasta los numerosos sacerdotes que tenían por concubinas a sus amas de llaves. Cuanto más se hundía el clero, tanto más difícil le era defender sus propiedades. Los terratenientes robaron las tierras beneficiales y utilizaron su patronato eclesiástico como una simple parte de su riqueza. Los papas mismos sancionaron muchos proyectos por los cuales las dotaciones de las canongías o de los monasterios se cedieron a las universidades y a los colegios, que los soberanos o estadistas fundaron en interés de la educación.

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