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Lo nuevo y lo viejo en el siglo XV

Otra región oriental estaba dividida por fronteras vagas y fluctuantes, entre las cuales se hallaban las de un estado más fuerte que el resto, el estado ruso llamado Moscovia, por su capital Moscú; por entonces, había tenido lugar en Moscú un acontecimiento eclesiástico que era un signo de los tiempos. A comienzos del siglo, el Concilio de Florencia había tratado vanamente de reunir a las iglesias romana y ortodoxa. Los católicos romanos se negaron virtualmente a hacer concesiones a los ortodoxos; pero quedaba una posibilidad de que el Este, o parte del mismo, admitiera hasta tal punto las influencias occidentales que aceptara los decretos del Concilio. Un obispo metropolitano de Moscú se atrevió a dar este paso, pero fue depuesto. A partir de ese momento, sus sucesores fueron siempre rusos y ya no designados por el patriarca de Constantinopla. A la caída de esta ciudad, Moscú se convirtió en el centro independiente más importante de la Iglesia oriental y cesó en gran parte de alimentarse intelectualmente del mundo de habla griega. Casi puede decirse que Moscovia seguía siendo un país colonial, pero sin una metrópoli hacia la cual volver sus ojos. Los grandes duques que allí reinaban habían copiado a los belicosos tártaros nómadas del este, algunos de sus métodos de gobierno, en nombre de los cuales todavía recogían tributos de sus subditos, pero en su ceremonia y en la concepción religiosa de la monarquía sus modelos eran los emperadores romanos de Oriente. Su Estado, a diferencia de los del Occidente, tenía sobre su subditos derechos tan sólo limitados por la costumbre. La población analfabeta disfrutaba de muy poca seguridad personal o económica. La vida social, con contrastes extremos de dominación y servidumbre, era completamente extraña a los escasos visitantes de Occidente. El vestido, el trato que se daba a las mujeres, los muebles de las casas y los ubicuos iconos ante los que rezaba la gente, todos eran extraños. No había universidades; no había arte naturalista en la pintura ni en las letras. Sin embargo, los rusos no eran ni asiáticos, ni bárbaros. Eran hombres civilizados, que tenían conciencia de su diferencia ética respecto de sus vecinos musulmanes del sur y de sus vecinos paganos del este y eran tan conscientemente cristianos como cualquier otro pueblo del oeste. Y entre ellos hubo quienes exploraron los confines de la vida espiritual, y no sólo monjes y sacerdotes casados, sino también laicos. Pero sus teólogos no habían pasado por la disciplina intelectual del escolasticismo; su idioma y sus prácticas casi los aislaban de cualquier intercambio con el pensamiento occidental, de modo que, por este lado también, ni el oeste comunicó nada al exterior, ni aprendió nada de él.

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