El imperio otomano era mucho más poderoso que cualquier estado europeo, y estaba creciendo. Entre 1485 y 1519 su extensión se triplicó. Durante su reinado de treinta años, Mahomed II sometió a todos los restantes estados griegos independientes, además de Albania, y a todos los restantes estados eslavos de los Balkanes, salvo la región de Montenegro. Se apoderó de las posesiones genovesas en Crimea y convirtió en sus tributarios a los tártaros de esa península. Fracasó, cierto es, ante Rodas y los venecianos se aferraron a unos cuantos puntos de la costa oriental del Adriático, además de sus islas, pero al final de su vida logró el formidable avance de establecer su poderío en el talón de Italia, al capturar Otranto. Un año más tarde, después de la muerte de Mahomed, Otranto fue capturado. El Islam nunca volvió a estar tan cerca de cerrar el Adriático o de apoderarse de Italia; pero más al Este nada frenó su avance. Moldavia, que había recobrado su independencia a fines del siglo xv y se había lanzado inclusive a una breve carrera de conquistas, fue aplastada a comienzos del siglo xvi. La defensa de Levante se mejoró cuando la República Veneciana aceptó la cesión de Chipre, por parte de su última reina; pero, diez años más tarde, los turcos derrotaron a la flota veneciana y Venecia volvió a sus relaciones normalmente amistosas.
Europa se salvó sólo porque sus asuntos europeos fueron siempre menos importantes para los turcos que los de Asia. Desde 1512 hasta 1520 el sultán Selim el Inflexible hizo allí enormes avances. Se apoderó de grandes provincias de Persia. Luego se dirigió al Sur y conquistó Siria y Egipto. Estos acontecimientos dieron tregua a Europa; pero presagiaban peligros.
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