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La obra principal de desmontar las tierras, drenarlas y de roturarlas para el cultivo ya habían sido hechas para ellos por generaciones anteriores. Existían todavía muchos lugares cuyos límites podían extenderse más, pero la etapa inicial había pasado y la vida nómada había sido olvidada casi por completo. Casi todas las tierras tenían propietarios. Existían pastores nómadas en España, ganaderos y buhoneros por doquier, así como ejércitos de soldados mercenarios sin residencia fija; pero éstos, como los gitanos y los sabios viajeros, eran seres de excepción, que se movían entre los intersticios de un mundo asentado y establecido. Según las normas de nuestro tiempo, la población era muy escasa; pero cuando algún cambio en las condiciones de vida determinaba un movimiento migratorio, éste no acababa con la colonización de zonas despobladas, sino que era absorbido por comunidades estables, que podían dar trabajo y sustento a los recién llegados.
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Los aspectos exteriores de la vida eran mucho más variados que hoy en cuanto a contrastes, peculiaridades locales y regionales, debido a que los viajes y los transportes eran tan lentos y difíciles, y tan primitiva la tecnología, que el carácter i'ísico de cada pedazo de tierra, dictó, dentro de límites nuy estrechos, la clase de vida que podía llevarse en él. La superficie cultivable, las herramientas que se podían utilizar y las cosechas que se podían recoger, así como la forma en que el trabajo podía organizarse dependían de si se trataba de una montaña o de una llanura, de un suelo ligero o pesado, de un clima seco o húmedo, de si se estaba cerca de una costa o de un río navegable o lejos de él, y no sólo dependían de estas grandes variaciones, que todavía tienen gran importancia hoy, sino también de accidentes físicos de mucho menor consideración. No era fácil traer desde lejos abonos o equipos, ni siquiera semillas y ganado; no había muchos mercados para elegir. Todo tenía que hacerse con materiales del lugar, cuando era posible, y de tal manera, en la mayoría de los sitios la agricultura, así individual como comunal, no estaba especializada, sino que proporcionaba todo lo necesario para la vecindad.
En muchas otras esferas del vivir humano, las mismas limitaciones llegaron a causar una variedad semejante. Había estilos locales de arquitectura, basados en los materiales de que se podía disponer, madera o ladrillos, piedra dura o piedra blanda. En el vestir, en las herramientas, en los muebles, en los útiles y comodidades de toda clase, los artesanos de cada pueblo o ciudad tenían su estilo propio.
Esta variedad ahondaba en todo, se extendía al reino del pensamiento, como puede verse en el caso del lenguaje. Cada distrito poseía su dialecto y aunque los dialectos pertenecían a idiomas más grandes, como el francés y el provenzal, el alto alemán o el bajo alemán, no
eran muchas las personas que leían sitios, ni tampoco las que necesitaban hablar con alguien que viniera de un lugar situado a más de un día de viaje, de modo que apenas existían normas para hablar correctamente. El hombre que vivía a dos jornadas de distancia era un extranjero. El europeo era un animal local.
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A pesar de toda esta variedad existía una civilización. Bajo las diversidades de los sistemas agrícolas, hubo similitud de fundamentos sociales. Casi por doquier la propiedad individual existía al lado de los derechos de la comunidad. En todas partes había sistemas de herencia y la propiedad se basaba en la familia monógama. Las mujeres vivían en estado de dependencia, aunque no en una sujeción tan completa como en las civilizaciones orientales. Los que cultivaban la tierra eran campesinos libres en unos lugares, y siervos en otros, mientras en otros aún siervos y hombres libres trabajaban juntos en la misma economía; pero la esclavitud pura y simple no prevalecía en grado considerable en ninguna parte. Casi por doquier, la división de clases en el campo se conformaba a algún ordenamiento feudal. Había distinciones de rango, señaladas más o menos claramente por títulos y formas de tratamiento trasmitidos más o menos estrictamente por herencia. Cuanto más alto era su rango, tanto mayores eran las oportunidades que un hombre tenía de adquirir riquezas y rodearse de servidores y posesiones; pero los grados de rango estaban vinculados a diferencias de función. La administración de la justicia y el trabajo consultivo y administrativo en el gobierno se hallaban, en gran parte, en manos de la capa superior, constituida por terratenientes con una tradición militar.
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Las ciudades habían crecido gracias a las manufacturas y el comercio. Había muchas, pero eran todavía muy pequeñas. Probablemente, París tenía 200 000 habitantes; pero la mayoría de las ciudades comerciales famosas, como Venecia y Londres no poseían ni la mitad, en tanto que las ciudades de feria o de mercado eran proporcionalmente más reducidas. Los mercaderes y aprendices y jornaleros de las ciudades no encajaban en las distinciones de clases del campo. Poseían propias formas de organización. Uno de los rasgos distintivos de la vida europea era el número y el vigor l ae las asociaciones en que los habitantes de las ciudades se reunían para la persecución de fines económicos, sociales o religiosos. Según el equilibrio de fuerzas entre los elementos rurales y urbanos, las ciudades estaban sometidas a los señores feudales en algunos lugares, en otros eran independientes de ellos, y en otros más, todavía, especialmente en Italia, habían logrado imponerse a los nobles del campo, que vivían como ciudadanos al amparo de sus muros. Pero, en las ciudades, los elementos fundamentales de la familia y de la herencia eran los mismos que en el campo. En ambos lugares, las familias principales formaban aristocracias, esto es, conjuntos de hombres que tenían derecho a honores y cargos no sólo en virtud de su capacidad o por h«ber sido elegidos o designados, sino gracias a su rango heredado. Su vida común, su sentimiento de la naturalidad, desenvoltura e igualdad de las relaciones que guardaban entre sí, y de su superioridad respecto de aquellos con los que no se unían en matrimonio, o que no compartían sus oportunidades, les dieron hábitos de libertad. Muchos de ellos tenían ideales de valor, resistencia, lealtad, y consideración para las mujeres; en su mejor aspecto, reconocían que el servicio daba derecho a la protección, que no debían explotarse la debilidad y la inexperiencia, que no era correcto pedirle a otro que corriera un riesgo que ellos mismos no estaban dispuestos a correr. Mostraban también una faceta más dura cuando se unían para dividir y mantener sujetos a los que eran menos afortunados. Pero entre estos "inferiores" había también hombres libres. Los había entre los burgueses y campesinos cuya posición social era independiente del capricho o del favor de cualquier hombre. Cada posición social y cada profesión tenía sus propias normas de conducta, su propia sabiduría y sus propias transgresiones de las normas.
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Además de esta uniformidad subyacente, existían líneas de comunicación que ligaban esta civilización y enviaban impulsos de un extremo al otro de la línea. La distancia y la lejanía impedían el trato en un grado que nos es difícil imaginar hoy, y sin embargo es real y verdadera la paradoja de que las condiciones del tiempo eran más favorables que hoy al "internacionalismo" y a la mutua comprensión entre hombres de diferentes países. Se habla a menudo de un "internacionalismo" medieval, cuyas manifestaciones más evidentes eran la Iglesia católica y el uso del latín por las clases educadas, y hablamos como si fuera el resultado de la buena disposición de los hombres medievales, y como si su desaparición no hubiese sido simplemente una calamidad, sino algo reprensible. Sin embargo, este internacionalismo era, en otro sentido, un síntoma de debilidad en la civilización, y no de fuerza. Precisamente porque la población era escasa, eran muy pocos los hombres que se dedicaban a las tareas más civilizadas y civilizadoras. Para poder alcanzar alguna norma de excelencia elevada, para lograr sobrevivir a los peligros que los asediaban en una sociedad hostil o no convencida, los hombres que tenían tales vocaciones no podían ser solitarios, sino que debían unirse, en cierto grado, para compartir sus conocimientos y defender sus intereses comunes. Puesto que no podían encontrar un número suficiente de su misma clase en los lugares en que vivían, a fin de constituir la comunidad que necesitaban, trabaron vínculos con hombres semejantes a ellos, que vivían en otros lugares. Un poca más adelante estudiaremos desde otro punto de vista la Iglesia, en la que el clero de toda Europa se había organizado para encontrar apoyo mutuo. Atenderemos también a las universidades; pero, por el momento, será mejor tomar como ejemplo una facultad de las universidades, la de leyes, la segunda en antigüedad, después de la de teología. Los juristas de las universidades llevaban a cabo una gran empresa común de investigación y enseñanza. Estaban mejorando y trasmitiendo una herencia intelectual cuyo meollo era el derecho romano. Su estudio tenía mucha vitalidad e iba demostrando que era cada vez más útil, en muchos países, a pesar de las grandes diferencias de instituciones y tradiciones legales. El derecho en general, y el derecho romano especialmente, constituyeron un vínculo legal entre los innumerables abogados que trabajaban en los tribunales, o como funcionarios de los reyes, los grandes señores o los municipios. Las facultades jurídicas de las universidades se comunicaban entre sí. Entre los abogados existían otros vínculos, menos visibles, y así, aunque no poseían una organización como la Iglesia, formaban ya una profesión coherente en toda la superficie de tierra que abarcaba la Iglesia, un cuerpo que, como precio de su apoyo, exigía de sus miembros un determinado grado de conocimiento competente y de conformidad a una norma de ética profesional.
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La unidad de esta segunda clase, que no se debía a los fundamentos sociales, sino a la super-estructura de la civilización, se trasmitió principalmente por caminos bien determinados. Una ciudad estaba ligada a otra vecina por una costa o un río navegable, o por un camino. En gran parte de Europa, los caminos eran principalmente los restos de la gran red de carreteras militares y administrativas que dejaron los romanos. Estaban en ruinas, porque ya no existía un imperio centralizado que dependiera de ellas; pero todavía satisfacían las necesidades de la época y en su recorrido se hallaban suficientes posadas y otras conveniencias para los viajeros. A lo largo de estas rutas puede rastrearse a veces la influencia de un estilo artístico o de una concepción espiritual. La piedra de construcción se transportaba por agua y el mapa de los estilos locales es a menudo una red de líneas irregulares y estrechas que irradian, a lo largo de los ríos, desde los centros en que se extraía y trabajaba la piedra. Uno de los movimientos religiosos característicos del tiempo fue el de los hermanos y hermanas de la Vida Común, en Alemania y en Holanda. Se ha demostrado que todas sus casas estaban establecidas en ciudades que comerciaban con las ferias anuales de Deventer, a unos pocos kilómetros del claustro que hizo famoso el gran escritor místico Tomás de Kempis.
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La influencia unificadora de la Iglesia era la más fuerte de todas y operaba de muchas maneras. En los niveles más altos, existían movimientos conscientes, como éste de la Vida Común, que se propagaban intencionadamente por las vías del trato comercial; y, en el nivel más bajo de la actividad administrativa, no había quien utilizara estas vías como la Iglesia. Su organización no sólo era mucho mayor que cualquier otra; era también la más antigua, la más experimentada y la más regular y metódica en sus operaciones. Preservaba la ortodoxia de las creencias mediante su Inquisición; su jerarquía mantenía algo que se aproximaba mucho a ser una uniformidad del ritual y de la práctica. Por lo que toca a los asuntos prácticos, la totalidad de la Iglesia estaba centralizada; uniones y divisiones de parroquias, permisos para contraer matrimonio dentro de los grados prohibidos, e innumerables asuntos de negocios se decidían en Roma, por lo que respecta a toda la zona que reconocía la autoridad papal. Una organización eclesiástica tan vasta y compleja entraba diariamente en contacto, en muchos puntos, con toda clase de autoridad existente fuera de la Iglesia. El terrateniente podía disputar con el párroco por cuestión del diezmo, de las tierras de gleba o de los tributos, y pocos subditos del rey eran más poderosos que los obispos. En los países que fueron convertidos durante los Siglos Oscuros, los eclesiásticos, aunque no participaban en el gobierno de las ciudades o de los pueblos, ocupaban un sitio en los "estados" o parlamentos y a menudo figuraban entre los grandes funcionarios del Estado. En algunos lugares, el obispo gobernaba como un príncipe; en otros, donde no poseía tales derechos, su rango y su capacidad podían elevarlo a los cargos más altos. El clero, en cuanto cuerpo constituido, logró siempre mantener alguna independencia del dominio secular. Una larga experiencia había demostrado que los sacerdotes célibes, aunque no siempre estuvieran a la altura del ideal del celibato, podían verse libres de los compromisos que el matrimonio habría traído consigo en una sociedad fundada en la familia. Por tanto constituían, en grado mucho más alto que los abogados y que los médicos, una profesión que se extendía por todo el mundo occidental.
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Toda esta estructura eclesiástica se erigía sobre una base común tan profunda y sólida como los fundamentos sociales de la vida económica y política, a saber, las necesidades religiosas de hombres y de mujeres. Aparte de excepciones, como la de los judíos, que estaban segregados, o de los paganos sin convertir del norte de Sue-cia, la cristiandad católica romana era no sólo la religión oficial, sino también la religión popular. Todas las personas, salvo las que vivían en las granjas más inaccesibles, podían llegar a una iglesia y las iglesias eran los templos del culto. El clero parroquial y las órdenes religiosas propagaron, conforme a sus luces, algo de la multifacética herencia devocional, ética y artística. Cada sociedad, asociación o institución tenían sus observan, cias religiosas, y ninguna transacción importante se efectuaba sin que la solemnizara un voto o una plegaria. Era la Iglesia la que establecía y administraba las leyes del matrimonio, base de la familia, y por tanto de la sociedad. De esta y de otras maneras, la civilización era cristiana.
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Ninguna persona bien informada admitía que la Igle-sia estuviera a salvo de reproche. Había muchas quejas del relajamiento del clero y muchos autores lo criticaban o satirizaban. Europa estaba llena de reformadores, autorizados y espontáneos, legos o eclesiásticos, ortodoxos o excéntricos, locales o universales, espirituales o prácticos, organizadores o predicadores, valiosos o peligrosos, o meramente fútiles. Algunos de ellos habían realizado un trabajo notable. La Orden de los Padres Benitos había sido reformada en Holanda y en el norte de Alemania; altas autoridades habían alentado algunos, aunque no todos, de los movimientos espontáneos de devoción, inclusive cuando tomaban formas desacostumbradas. Pero estos hechos no cumplían, ni con mucho, toda la tarea necesaria. La Iglesia vivía gracias a un concilio general a la sombra del fracaso del movimiento de Reforma; fracaso que, después de décadas de negociaciones y trabajo preparatorio, había extinguido toda esperanza en una reforma comprensiva, y generalmente aceptada, de la cabeza y de sus miembros. Se reconocía que existían abusos en los puestos elevados, inclusive en los más elevados, que hacían imposible arreglar las cosas de abajo; de modo que la Iglesia no podía persuadir ni obligar a sus miembros a que se pusieran a la altura de su propia universalidad.
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Se observaba una falta de iniciativa que dejaba abierto el camino a otras autoridades de alcance menos universal. Los movimientos conciliares habían desembocado en concordatos entre el papado y los diversos reyes, cuya naturaleza general era que la autoridad central de la Iglesia cediera parte de su dominio, y permitiera a los reyes incrementar su parte en la administración de los negocios eclesiásticos. Al igual que las más grandes y duraderas transferencias de autoridad, éste no fue un arreglo que se realizara meramente desde arriba; en cierta forma, satisfacía a gran número de las personas afectadas. Durante largo tiempo, el sentimiento nacional había ido creciendo en varios países y se desarrolló más efectivamente allí donde tres factores contribuyeron a ello: un desarrollo del idioma y la literatura vernáculos, una tendencia a la disidencia o, por lo menos, a la fricción administrativa en cuestiones religiosas, y la influent de una corte vigorosa. Todos estos factores coexistieron en Francia, y la monarquía francesa alcanzó cierto grado de autonomía respecto de la Iglesia galicana; pero en otros países, como Inglaterra, la fuerza creciente de la conciencia nacional, aunque perceptible en otros aspectos, no perturbó, durante largo tiempo, el equilibrio entre los poderes religioso y secular. Sin embargo, en ningún lugar faltaron las fuerzas que podrían perturbar tal equilibrio.
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Después del de la Iglesia, el mayor logro unifica-dor de esta civilización se derivó también de ésta, y seguía dependiente de ella: el del conocimiento y el pensamiento organizados. A mediados del siglo xv, había más de sesenta universidades, desde Coimbra, en Portugal, hasta Praga, Cracovia y Buda; no tardarían en fundarse otras en el Norte, el Sur, el Este y el Oeste. Estas universidades eran internacionales por múltiples conceptos. En sus lecturas y enseñanzas, y en gran parte de su conversación cotidiana, los letrados empleaban el latín, la lengua todavía viva de la Iglesia; de tal modo, podían viajar libremente de universidad en universidad y encontrar dondequiera por lo menos algunos de los mismos grandes sitios y algunos de los mismos hábitos intelectuales. Toda la enseñanza era vigilada por las autoridades eclesiásticas, que poseían terribles medios de castigo, y esta vigilancia, si paralizaba un tanto la libertad de pensamiento, también fomentaba la uniformidad y facilitaba que se comprendieran mutuamente los hombres educados de diferentes países.
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Se sostenía que la finalidad de las universidades era la trasmisión de las creencias verdaderas en lo tocante a los diversos temas de estudio. Todos estos temas estaban integrados en una estructura doctrinal complejamente articulada. Estas doctrinas tenían que conformarse a los principios cristianos, pero existían diferentes escuelas de filósofos que estaban en profundo desacuerdo en lo tocante a cuestiones lógicas, metafísicas e inclusive éticas. La gama de temas era bastante amplia, aunque en muchos de ellos fuera todavía muy pequeña la cantidad de conocimiento real. Entre ellos figuraban la gramática latina, la lógica y diversos estudios literarios, y no solamente la teología, sino el derecho, la medicina, la anatomía, la astronomía, la teoría de la música, la física y, en un nivel elemental, algunas otras ciencias. En el estudio de los temas científicos la observación desempeñaba cierto paipel y no se desconocía la comprobación experimental d las hipótesis. Pero, en general, la ciencia se aprendía y enseñaba casi de la misma manera que las demás materias. Había dos métodos principales de impartir la enseñanza. El primero era necesario por la escasez y el precio de los sitios, en los días en que todos estaba. escritos a mano: era la exposición de textos patrones. El segundo método consistía en la discusión, que s^ llevaba a cabo de diversas maneras, y especialmente en disputas formales dirigidas conforme a normas establecidas. Era también natural en comunidades de hombres y jóvenes que tenían pocos sitios, pero muchas aportunidades de reunirse. Estos dos métodos de enseñanza fomentaron el desarrollo de ciertas cualidades nnentales especiales. La erudición y la precisión gozaban de alta estima. Una buena memoria, la rapidez en laj disputa y la habilidad de forjar razonamientos sistemáticos eran las facultades que daban fama y reputación.
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Por muy diversas razones, alguna de las cuales mencionaremos más adelante, el campo en que el pensamiento SO manifestaba más activo y original, así en las universidades como fuera de ellas, era el estudio de la antigüedad clásica. Los clásicas griegos y latinos constituyeron siempre un depósito inagotable de pensamiento e imaginación. Algunos de SfcS autores, como Virgilio, gozaban de estima especial porque se creía que habían participado en la preparación del cristianismo; otros, como Aristóteles, porque los filósofos cristianos habían levantado sobre sus fundamentos sus edificios intelectuales. Pero, al lado de estos aliados de la tradición cristiana, había otros totalmente extraños a la misma. Había materialistas, escéptioos, inmoralistas e irónicos. Ninguna censura podía ocultarlos a quienes poseían conocimientos suficientes para leerlos; y los copistas de los monasterios y de las ciudades universitarias trasmitían fielmente todo lo que había en ellos, aunque fuese ateo u obsceno. Desde hacía largo tiempo, el estudio de esta literatura heredada se había ido haciendo más profundo, más comprensivo y más exacto. Se habían redescubierto obras latinas olvidadas; sabios italianos y de otros países habían aprendido griego y comenzado a recoger manuscritos griegos. En 1450, el papa Nicolás V, protector de estos estudios, fundó la biblioteca dd Vaticano y por esa época hubo muchos investigadores activos, en Italia y más allá de los Arpes, que no solamente estudiaban los idiomas y los métodos literarios de griegos y romanos, sino también sus antiguas reliquias en general.
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Los hombres ilustrados comenzaban a creer que la literatura podía enseñar lecciones muy necesarias en múltiples cuestiones prácticas. Por lo que toca a la filosofía y al derecho, así como en materia de anatomía y otras ciencias, hacía ya dos siglos que Europa venía aprendiendo de estos maestros, y el único gran cambio de ahora era que los autores griegos se leían en su idioma original y, de esta y de otras maneras, se comprendían mejor. Pero el campo en que los clásicos parecían ofrecer una nueva revelación se fue ampliando y siguió extendiéndose a lo largo de otro siglo más, hasta que llegó a comprender todas las artes del gobierno y de la guerra y múltiples ramas de la tecnología. Por estas fechas, se introdujeron en este campo las bellas artes en Italia, y entonces se produjo la mayor ruptura de la continuidad de la tradición artística en Europa desde la caída de Roma. Antes de este cambio, la arquitectura, la escultura y la pintura, con sus acompañantes de menor importancia, corno la joyería y el arte de tejer y bordar, eran ricos, maduros y variados, proporcionaban la decoración exterior de cada fase de la vida social, y expresaban múltiples estados de ánimo, desde las cumbres de la religión mística hasta los tranquilos niveles de k afección familiar. Siempre que las penosas tareas de obtener lo inmediatamente necesario para la vida dejaban un respiro, el artesano o la bordadora se ponían a trabajar. No existía una distinción clara entre el arte popular y el aristocrático, ni ningún desagrada por lo incongruente mantenía separado lo refinado y delicado de lo burdo y grotesco. Durante un tiempo considerable, habían existido escuelas de pintura realista en Italia y en otros lugares, cuyo método, aunque so su finar lidad, era pintar las cosas- y las personas tal y como eran Ahora, los italianos estudiaban e imitaban los restos clásicos de la arquitectura y la escultura de los edificios y las ruinas que les rodeaban. Cuando se desenterraron nuevos fragmentos, deliberada o fortuitamente, ensenaron nuevas lecciones. En 1450, el florentino Donatello trabajaba en la estatua ecuestre de Gattamela-ta, en Padua, obra más espléndida y más hábil técnicamente que cualquier otra escultura que se hubiese hecho en tos últimos mil años. Quince años antes,, un escritor, León Battista Alberti, empapado en los clásicos y familiarizado con las culturas de Florencia y otras ciudades del norte de Italia, había escrito profético tratado de pintura cuya inspiración había brotado de escultura dátdca —puesto que pocas pinturas antiguas habían sobrevivido-. Estos dos hombres se cuentan entre los tt-dera de un gran movimiento renovador que trajo consigo nuevas pericias- y nuevos ideales.
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Este movimiento renovador fue en parte un resurgimiento de k» formas clásicas. En arquitectura, elfos hombres nuevos imitaron los edificios romanos con tanto éxito que pocas personas pueden distinguir una diferencia esencial entre los modelos y hs copias. Concibieron sus edificios, como una unidad y descartaron las. viejas tradiciones de nave tras nave, de arco ojival y gablete, para construir entablamentos pianos y frontones bajos sobre sus: columnas jónicas o corintias. En otras artes, no disponía» de suficientes reliquias de la antigüedad para hacer un nuevo arte creador apegándose simplemente al viejo; tomaron esto y aquéfio, pero sus conocimientos de lo antiguo eran confusos y limitados, y no se retiraron de los campos de expresión artística abiertos en los siglos cristianos. Descubrieron un, nuevo sentido de la armonía y de la proporción, de la simplicidad y la expresión directa. Prefirieron ornamentos en bajo relieve a las sombras profundas y los agudos ángulos de las tallas góticas; pero conservaron muchos de los hábitos tradicionales de la mano y del ojo, por lo que respecta a la forma y al color, de modo que su renovación no fue simplemente algo aprendido, sino que pudo vivir y crear.
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En sus innovaciones había un fuerte elemento intelectual. En su arquitectura calcularon tensiones y midieron proporciones. En pintura, se plantearon el problema científico de representar los objetos materiales en relieve, como el relieve de la escultura, esforzándose en verlos tal y como sabían que eran en su naturaleza mensurable. De esta manera, las formas superiores de arte comenzaron a apartarse de la artesanía popular y a ser relativamente "abstractas", esto es, especializadas, al distinguir, como lo hicieron, el ornamento de la estructura. Esta tendencia intelectual estaba íntimamente conectada con los estudios clásicos de los eruditos, quienes no se limitaron a descubrir meramente lo que había ocurrido en el pasado, sino que defendían la honestidad intelectual en la búsqueda de la verdad, y muy a menudo criticaban, y a veces veían con escepticismo, las doctrinas aceptadas generalmente. Comenzaron a formar "academias", sociedades voluntarias de cortesanos y letrados que intercambiaban ideas y producciones literarias, con una libertad por completo diferente del trato intelectual regulado de las universidades. Sentían que se estaban apartando del pasado inmediato y reanudando una interrumpida continuidad con el mundo antiguo. En 1483, Flavio Biondo, que estudió cuidadosamente los monumentos de la antigua Roma, esbozó los rasgos principales de la historia del mundo desde el año 410 d. c. hasta 1410 d. c, considerándolo como un, periodo diferente de las edades que lo precedieron y que vinieron después. No fue el primer inventor de esta noción. A principios del siglo xv, el gran pensador y eclesiástico alemán, Nicolás de Cusa, había llamado ya a este periodo la media tempestas, la Edad Media.
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Hasta entonces, sólo unos pocos hombres excepcionales tenían conciencia de esta transición, pero con el transcurso del tiempo esta noción se fue propagando, en parte por razones que señalaremos más adelante, hasta que llegó a creerse en general que se habían producido grandes cambios en el siglo xv, o muy poco después del mismo, en todas las partes mutables de la naturaleza humana. Un gran historiador completó la idea al inventar el nombre de "Renacimiento", bajo cuya unidad trató de agrupar, como aspectos del resurgimiento de la antigüedad, todos los cambios revolucionarios de aquellos días, no sólo los ya mencionados, sino también otros que todavía hemos de examinar. Este concepto, como la idea de Edad Media, prestó buenos servicios, aunque sólo fuese al recordar a los historiadores que todo campo de la vida humana es influido por los demás; pero también causó daños al conducir a caprichosas comparaciones entre los hombres ingenuos, supersticiosos, de las edades de la fe —cuyo universo les parecía familiar y amistoso, o por lo menos accesible a la conciliación por intermedio de la Iglesia—, y los hombres del Renacimiento, sin miedo y libres, que afirmaban los derechos del individuo y escribían una literatura desafiante, de la cual el Hombre era el héroe, o que invocaban la fría certidumbre de la ciencia en lugar de los consuelos de la religión; tales interpretaciones de la historia tratan de comprimir en una frase, y de discenir en un corto número de años, cambios que nunca son iguales en dos hombres, que nunca se completan en un solo hombre y que siguen su curso sinuoso a través de muchas generaciones. Las continuidades nunca se rompen totalmente. Muchos hábitos y creencias medievales, así como instituciones, persistieron hasta mucho después; algunos sobreviven, casi inalterados, en nuestro propio tiempo. El Renacimiento comenzó a cobrar fuerza en el siglo XII, y todavía subsiste para arqueólogos, gramáticos, artistas y pensadores.
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Sin embargo, existe otra buena razón para considerar los años mediados del siglo xv como el comienzo de una nueva edad en la civilización occidental. Excepto en una dirección, cuya importancia todavía no se ha comprendido ampliamente, y a la que prestaremos atención en capítulos posteriores, el mundo occidental estaba aislado casi por completo del mundo exterior. Esta dirección excepcional era la del remoto sudoeste, donde los reinos españoles estaban a punto de alcanzar una nueva grandeza propia y desde donde los portugueses se lanzaban a sus exploraciones en África. Portugal, el primero en el tiempo de los estados viajeros oceánicos de la costa atlántica, tenía un monopolio virtual del comercio con el África occidental y las islas del Atlántico, y este comercio traía no solamente azúcar, oro, marfil, pimienta y otros artículos, sino también experiencias e ideas que, a su debido tiempo, estaban destinadas a operar revoluciones, pero que el futuro guardaba todavía. Los exploradores no habían establecido aún contacto coa ninguna civilización extranjera digna de tal nombre. Hasta entonces, no habían encontrado más que tribus bárbaras. La cristiandad occidental había aprendido preciosas lecciones, en siglos anteriores, de una civilización al margen de sus propias fronteras, a saber, del Islam. Directamente, o a través de intermediarios judíos, los sabios de occidente adquirieron) todavía algo de los conocimientos y la ciencia árabe, pero ahora poco que fuera nuevo e importante les llegaba de este fuente. Unos cuantos misioneros y algún barco catgado de peregrinos con destino a Tierra Santa penetraban en el mundo islámico
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A mediados del siglo xv, los turcos se habían apoderado de toda el Asia Menor, occidental y septentrional, y en Europa eran dueños de toda Bulgaria, Tesalia y Tracia, salvo Constantinopla y una franja de terreno que la rodeaba. Virtualmente, nada había quedado a los emperadores de Oriente, salvo su capital, y ésta se hallaba aislada por mar y por tierra de la posibilidad de ayuda cristiana. Una generación antes se había rechazado de sus murallas a un ejército turco, pero en 1453 se presentó ante ellas otro ejército, armado con la más poderosa artillería de sitio que se hubiese podido reunir nunca antes. El emperador hizo desesperados esfuerzos para obtener ayuda. Ofrecía, inclusive, el precio supremo de la conformidad eclesiástica con Roma, pero era demasiado tarde. La ciudad fue tomada por asalto y saqueada. Bajo un montón de cadáveres, alguien vio un par de botas que llevaban bordadas en oro las águilas imperiales, y de esta manera identificó el cuerpo del último sucesor directo de Constantino y Augusto.
Éste fue el fin de lo que en otro tiempo fuera el más imponente de todos los estados cristianos. Dio a los turcos la ciudad más populosa de Europa y convirtió al patriarca de Oriente, cabeza de la cristiandad ortodoxa, en subdito del sultán. No procuró grandes riquezas a los conquistadores y, desde el punto de vista estratégico, simplemente quitó un obstáculo; pero su significación moral fue inmensa. No condujo a represalias. En el Occidente se despertó una emoción indignada y vociferante, pero no podía ni pensarse en organizar una acción militar común. No hubo cruzada.
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Desde el sudeste estaba amenazada la civilización occidental; más al norte, sus fronteras orientales no eran ni peligrosas ni abruptas. Las interminables llanuras que se extienden entre el Mar Negro y el Báltico se hallaban escasamente pobladas por pueblos cuya vida era relativamente cerrada en sí misma. Importaban artículos manufacturados del Occidente, especialmente telas, metales y municiones, cambiándolos por productos primarios, por las pieles y la cera de los bosques, o por os granos, el lino y el cáñamo de sus tierras cultivadas. Al norte de los Cárpatos, la mayoría de los habitantes hablaban lenguas eslavas. Esta región más septentrional, no se parecía a ninguna otra del mundo, porque allí dos civilizaciones cristianas habían avanzado a través de una zona de paganismo y se habían reunido. Polonia era un país plenamente occidental, con una Iglesia romana, una clase culta que utilizaba el latín, universidades y arte gótico. Sin embargo, sus reyes poseían también, en vaga unión personal, Lituania. Estos dos estados se habían unido para resistir con éxito el poderío de los caballeros teutónicos, orden militar de cruzada que se había convertido en una potencia territorial y avanzaba hacia el Sur desde sus bases en el Báltico. Lituania se había cristianizado siglos más tarde que Polonia, y el cristianismo le había llegado desde el Sudeste;
aceptaba el rito ortodoxo y su idioma ritual era el eslavo eclesiástico. En esto, Lituania era como las tierras situdas más al este; y, por lo que respecta a sus formas de vida, tenía muy poco en común con Polonia. No poseía universidades; las prácticas y las ideas occidentales penetraban en ella muy lentamente y, aunque se hallaba políticamente unida al Occidente, desde el punto de vista económico y social tenía más en común con el Este.
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Otra región oriental estaba dividida por fronteras vagas y fluctuantes, entre las cuales se hallaban las de un estado más fuerte que el resto, el estado ruso llamado Moscovia, por su capital Moscú; por entonces, había tenido lugar en Moscú un acontecimiento eclesiástico que era un signo de los tiempos. A comienzos del siglo, el Concilio de Florencia había tratado vanamente de reunir a las iglesias romana y ortodoxa. Los católicos romanos se negaron virtualmente a hacer concesiones a los ortodoxos; pero quedaba una posibilidad de que el Este, o parte del mismo, admitiera hasta tal punto las influencias occidentales que aceptara los decretos del Concilio. Un obispo metropolitano de Moscú se atrevió a dar este paso, pero fue depuesto. A partir de ese momento, sus sucesores fueron siempre rusos y ya no designados por el patriarca de Constantinopla. A la caída de esta ciudad, Moscú se convirtió en el centro independiente más importante de la Iglesia oriental y cesó en gran parte de alimentarse intelectualmente del mundo de habla griega. Casi puede decirse que Moscovia seguía siendo un país colonial, pero sin una metrópoli hacia la cual volver sus ojos. Los grandes duques que allí reinaban habían copiado a los belicosos tártaros nómadas del este, algunos de sus métodos de gobierno, en nombre de los cuales todavía recogían tributos de sus subditos, pero en su ceremonia y en la concepción religiosa de la monarquía sus modelos eran los emperadores romanos de Oriente. Su Estado, a diferencia de los del Occidente, tenía sobre su subditos derechos tan sólo limitados por la costumbre. La población analfabeta disfrutaba de muy poca seguridad personal o económica. La vida social, con contrastes extremos de dominación y servidumbre, era completamente extraña a los escasos visitantes de Occidente. El vestido, el trato que se daba a las mujeres, los muebles de las casas y los ubicuos iconos ante los que rezaba la gente, todos eran extraños. No había universidades; no había arte naturalista en la pintura ni en las letras. Sin embargo, los rusos no eran ni asiáticos, ni bárbaros. Eran hombres civilizados, que tenían conciencia de su diferencia ética respecto de sus vecinos musulmanes del sur y de sus vecinos paganos del este y eran tan conscientemente cristianos como cualquier otro pueblo del oeste. Y entre ellos hubo quienes exploraron los confines de la vida espiritual, y no sólo monjes y sacerdotes casados, sino también laicos. Pero sus teólogos no habían pasado por la disciplina intelectual del escolasticismo; su idioma y sus prácticas casi los aislaban de cualquier intercambio con el pensamiento occidental, de modo que, por este lado también, ni el oeste comunicó nada al exterior, ni aprendió nada de él.
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En cuestiones de gobierno, reinaba casi tanta variedad como en todo lo demás, aunque cierto es, con algunos límites. Ningún Estado tenía dos reyes como la antigua Esparta; ninguna república poseía vasallos que fueran reyes, como la antigua Roma. Los tipos prevalescientes de reinos y señoríos provenían de los conquistadores bárbaros del mundo antiguo, pero las instituciones se habían desarrollado independientemente en muchas regiones separadas y, así, lo habían hecho de distinta manera. A veces un expediente útil era copiado de un Estado por otro; pero no existía una razón que obligara a la uniformidad.
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Nada distinguía claramente a las instituciones políticas de las económicas, especialmente agrarias. Toda propiedad comportaba otros derechos y deberes, además de sus derechos y deberes puramente económicos: el terrateniente no sólo tenía derecho a las cosechas de su heredad y a las rentas o servicios del trabajo de sus inquilinos; era también su juez, o su jefe militar y representante; inclusive, a veces era su representante elegido. El burgués no sólo poseía el derecho de abrir tienda en la ciudad; sino que participaba en la guardia y la defensa de la misma; se le elegía regidor o alcalde y, así, formaba parte de los tribunales de justicia. A la inversa, el gobierno estaba mezclado con la propiedad y no existía todavía una autoridad suprema encargada de los deberes de legislar, administrar e impartir justicia, y sólo de ellos. El dominio de un rey estaba constituido por sus heredades. Podía ser electivo, o haber recibido por herencia su dominio y haberlo luego unido con otros por matrimonio, como cualquier otro dominio feu-fal. El rey tenía derechos sobre él, pero sus subditos, en calidad de arrendatarios, poseían también sus derechos, no sólo en relación con sus iguales e inferiores, sino respecto de sus superiores y del rey mismo, quien podía poseer otras heredades, además de su reino, algunas de ellas en el dominio de otros reyes. Europa no estaba dividida en soberanías exclusivas, sino cubierta por señoríos que se traslapaban y cambiaban continuamente. Los reyes, como todos los demás propietarios, ya fuesen señores feudales o simples campesinos, podían pasar hambre o ambicionar tierras; o aumentaban sus dominios o los perdían a manos de vecinos más fuertes y ambiciosos. De tal modo, la política dinástica, especialmente en cuestión de matrimonios y derechos hereditarios, desempeñó un gran papel en sus fortunas; y, como era un mundo rudo y violento, con una clase militar empecinada, había luchas constantes, tanto en pequeña escala, entre propietarios vecinos, como en gran escala, entre reyes vecinos.
Como la autoridad política era propietaria, sus límites con las comunidades sobre las que se ejercía eran muy laxos.
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Era excepcional que un reino quedara comprendido de una pieza dentro de límites claramente señalados. Abundaban las provincias separadas, situadas en el exterior, así como las islas de territorio extranjero dentro de un mismo reino. Los subditos de un rey comúnmente no constituían una sola comunidad nacional. Los únicos reyes de Occidente en cuyos dominios se hablaba una sola lengua parecen haber sido los de Portugal, e inclusive en este caso hubo excepciones de poca monta. Al mismo tiempo, al igual que en el caso de todas las propiedades de tierras en todos los tiempos, existía tendencia a ajusfar sus límites a los de las unidades económicas, geográficas o sociales reales. Convenía más al hombre ambicioso redondear su heredad o sus dominios que adquirir alguna tierra distante que sería más difícil de manejar. También para la defensa, era preferible poseer una frontera definida. Era mejor para la administración, tanto desde el punto de vista de los subditos como los gobernantes, que un solo hombre tuviera el derecho de recaudar todas las contribuciones o impuestos, dentro de un gobierno compacto, que el que cierto número de rivales enviaran sus recaudadores, con escoltas armadas, para recoger lo que pudieran de zonas mal definidas y entremezcladas. Era mejor para la justicia y para el orden que los criminales no tuvieran siempre un refugio a mano en alguna otra jurisdicción. De modo que, por un centenar de razones de sentido común y conveniencia general, existió la tendencia a la consolidación de los reinos, al igual que de los demás dominios.
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Los mejor consolidados eran más aptos para sobrevivir en k lucha por la existencia y tenían más posibilidad de robustecer y racionalizar su organización. Entonces se encontraban casi por doquier, uno al lado del otro, dos tipos de organización. Por una parte, existía la administración central de los reyes y los grandes señores. Éstos empleaban a funcionarios civiles educados y disciplinados, así clérigos como legos, que utilizaban los métodos científicos de que se podía disponer, por ejemplo, el trazado de mapas y la elaboración de estadísticas elementales, para estimar los recursos de su dominio y hacer de ellos el mejor uso posible. Alquilaban ejércitos de tropas mercenarias, que ofrecían mayor seguridad que las levas feudales de caballeros. Estrecharon y sistematizaron la recaudación de impuestos y la administración de la justicia, a menudo con ayuda de las reglas del derecho romano, basadas en una concepción sencilla de autoridad y obediencia. En última instancia, todo se apoyaba en la hacienda y, por tanto, en el desarrollo de la riqueza comercial y de una clase de negociantes. Más que en ningún otro lupr, se había alcanzado una etapa muy superior de desarrollo en la república mercantil de Venecia. Aquí, una eficaz aristocracia dirigía lo que en aquella época era un gran comercio internacional, y dominaba extensos territorios en Italia, en la costa de los Balkanes, y en las islas griegas, utilizando una información estadística sistemática como fundamento de su política.
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En los países más sencillos y pobres, donde la vida de las ciudades se hallaba menos desarrollada, la autoridad central no disponía de una maquinaria tan compleja. En vez de tratar directamente con cada uno de sus subditos, debía recibir su información y comunicar sus decisiones a través de autoridades intermediarias, que no eran servidores del gobierno, sino que debían su posición a su propio rango o poder, es decir, comúnmente a su calidad de terrateniente o señores feudales. En Polonia y Hungría, por ejemplo, la maquinaria administrativa central, por carecer de una clase media, había avanzado muy poco y los reyes no podían hacer nada sino a través de sus feudatarios. Por otra parte, las asambleas de "estados" se habían propagado por toda la Europa occidental y central. A fin de obtener el asentimiento de quienes debían pagar y obedecer, los reyes habían consultado siempre a algunos de sus subditos, con mayor o menor formalidad, y a medida que transcurrió el tiempo descubrieron que era mejor reunir, de vez en cuando, no sólo a los nombres principales, sino también a quienes estaban socialmente por debajo de ellos, los cuales, estaban obteniendo tal posición económica y social y poseían una actitud mental tan propia que los magnates feudales ya no podían responder por ellos tan satisfactoriamente como lo hicieron en otro tiempo. La Iglesia tenía una larga experiencia de una maquinaria representativa electiva y, en cierta medida, pudo servir de ejemplo. Así, en la mayoría de los reinos se efectuaban reuniones generales o regionales, más o menos estrictamente divididas en secciones, que correspondían a las divisiones principales de la comunidad y que reflejaban, en sus funciones y en su grado de independencia, la posición social de sus miembros. En la mayoría de ellas, figuraban los más grandes nobles, un número escogido de terratenientes menores y representantes de las ciudades. En muchos países, especialmente en tiempo de crisis, los estados se atrevían a oponerse a los funcionarios civiles, a los magnates feudales o a los reyes mismos. Trataban a veces de ampliar sus funciones y podían llegar a convertirse en un factor de la lucha general por el poder.
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Aunque podemos generalizar hasta este grado acerca de las condiciones políticas, el cuadro que éstas ofrecían era infinitamente confuso e irregular y toda regla j tenía excepción. En el Sacro Imperio Romano había dos capas de monarquía, una sobre la otra. El emperador poseía un gobierno central muy pobremente desarrollado, y una asamblea de estados, llamada dieta, que provenía, en términos generales, de Alemania, Bohemia y partes de los Países Bajos, en la que figuraban una cámara de siete "electores", príncipes poderosos que ele- i gían a su emperador, una cámara que representaba a i los miembros, menos importantes, de la segunda capa, I y también representantes de algunas de las ciudades más grandes. Pero había otras ciudades sujetas a las autoridades de la segunda capa, cuyo número pasaba de 300 y cuyo rango y poderío variaba desde los reyes de Bohemia, los electores, duques, margraves y condes, hasta los "caballeros imperiales libres" que no eran más que pequeños terratenientes. Cada uno de éstos, cuando sus dominios poseían tamaño un tanto considerable, tenían sus propias asambleas de estados. Nominalmente, el imperio se extendía fuera de Alemania, Bohemia y los Países Bajos para incluir el norte y el centro de Italia; pero aquí al emperador le quedaban pocos poderes, aparte del de designar a quienes debían ocupar los feudos vacantes. En esta parte del imperio, los estados más fuertes eran principados virtualmente independientes, como Milán, o repúblicas, como Venecia. Más allá de los límites nominales del imperio, casi toda Europa era monárquica. En el Oeste y en el Sur, las monarquías eran hereditarias; en Polonia, Hungría, Dinamarca y Suecia, las coronas, al igual que el propio imperio, eran electivas.
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La cristiandad abogaba, como siempre ha abogado en cierto sentido, por un ideal de paz; la palabra "paz" aparecía en diversos contextos en sus plegarias y observancias; pero la Iglesia no prohibió nunca a los hombres cristianos que lucharan contra su prójimo. Los eclesiásticos, al igual que los juristas, enseñaban que algunas guerras eran justas, y aunque hicieron algo para humanizar y restringir la guerra, no trataron de aboliría por completo. Sólo una fuerza superior podía impedir que los príncipes, los señores feudales, los individuos agraviados o inclusive los burgueses y los hombres de la Iglesia recurrieran a la fuerza para hacer valer lo que pretendían eran sus derechos. Cada Estado estaba organizado para luchar contra la anarquía en el interior y contra los enemigos del exterior, y los hombres que contemplaban con mirada franca lo que ocurría a su alrededor consideraban que se tenía por fuerza que recurrir a la guerra, siempre que las condiciones la propiciaran
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El carácter de la guerra y las condiciones en que sobreviene cambian continuamente y en aquel tiempo estos cambios ejercieron su influencia en el carácter de la civilización. La consolidación de los Estados no era un simple cambio de su estructura interna; se veía incluso con mayor claridad en sus relaciones mutuas. Los conflictos de los Estados y su consolidación se fomentaban recíprocamente, Un Estado hacía más compacta su organización a fin de ser fuerte contra sus rivales, y lu fuerza que adquiriría en la lucha por el poder fortalecía, a su vez, su gobierno en el interior. Los órganos que desarrollaba para dirigir su política exterior estaban especialmente adaptados para obrar rápidamente, con secreto, y de acuerdo con cálculos de interés que nada frenaban, y así reforzaron las demás tendencias que hacían progresar estas cualidades en la organización social y política Los pequeños estados de Italia a mediados del siglo xv manifestaron poseer estas cualidades más que cualesquiera otros, y fue entre ellos donde se desarrolló una nueva maquinaria diplomática. En la Edad Media, las únicas asambleas internacionales comprensivas eran los concilios eclesiásticos, y el único sistema diplomático bien desarrollado era el que ligaba a los obispos, las órdenes religiosas y otros componentes de la Iglesia entre sí y con Roma. Las relaciones mutuas de los Estados se establecían mediante conferencias ocasionales y negociaciones intermitentes, a través de heraldos, juristas y eclesiásticos. Se desconfiaba de estos embajadores, por considerarlos una clase ceremoniosa de espías. A partir de 1448, aproximadamente, Florencia y Milán descubrieron que, en su rivalidad con Venecia, les convenía mantener representantes permanentes en las respectivas cortes. Los estados italianos no tardaron en multiplicar sus alianzas, aceptaron mayores obligaciones recíprocas, durante periodos de tiempo más largos y sobre zonas geográficas más amplias y este sistema se difundió. A mediados del siglo xvi, existía una red de diplomacia permanente que lo comprendía todo al oeste de Turquía, la excepción que confirmaba la regla.
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Con la maquinaria diplomática, se desarrollaron las formas de relación. Había reglas de etiqueta. Se compilaron los primeros manuales de práctica diplomática. Se definieron las inmunidades de los embajadores como la prohibición de detenerlos y obstaculizarlos de otras maneras, por el momento sin mucho éxito: en el siglo xvi se violaban con impunidad. Los gobiernos más eficaces crearon servicios de inteligencia y recibieron informes fidedignos acerca de los asuntos de otros estados. El idioma de la diplomacia era el latín, pero ya desde 1508 el francés comenzó a aparecer en algunos de los documentos formales que se cruzaban en las negociaciones. En 1504, se redactó el primer orden de precedencia oficial entre los estados, una lista papal de reyes cristianos, acompañada de otra lista de duques reinantes. El conjunto de leyes de derecho internacional que trataban cuestiones de mayor importancia adquirió más solidez y recibió mayor aceptación. La línea de autores clásicos de derecho internacional comienza con el español Francisco de Vitoria, que escribió hacia 1530. No llegó a haber una profesión diplomática separada sino mucho tiempo después —las misiones se encomendaban todavía a eclesiásticos, juristas, nobles, soldados u otros hombres de rango o de habilidad— pero sí existía una tradición diplomática.
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Todo esto era sintomático del surgimiento de un sistema de estados reales. A partir de ese tiempo, los estados de Europa podían clasificarse, en lo tocante a la guerra y a las alianzas pacíficas que concertaban en previsión de una guerra o para evitarla, en tres grupos. Había grandes potencias, aliados satélites y estados neutrales. Gran parte de la historia de Europa giraba en torno de sus acciones, en sus respectivas calidades, o de sus ascensos o descensos de una a otra de estas clases. Para constituir su fuerza, las grandes potencias se valían del apoyo que pudieran encontrar dentro de las fronteras de otros estados; organizaban y apoyaban a sus partidarios. De tal modo, las divisiones internas de los estados, que habían tenido principalmente carácter feudal o local, o habían dependido de las relaciones entre el Estado y la Iglesia, quedaron ahora más envueltas en las relaciones internacionales y el descontento desembocó muy a menudo en colaboración con los enemigos del Estado.
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El reino más rico, más poblado y más civilizado de Europa era Francia. Tenía quizá doce millones de habitantes. Una gran hazaña histórica había despertado una nueva conciencia nacional en esta sociedad feudal. La expulsión de los ingleses, iniciada por Juana de Arco, se, completó unas pocas semanas después de la caída de Constantinopla. Sin embargo, dejó como secuela una segunda gran tarea nacional, la de frenar la ambición de los duques de Borgoña. Esta rama de la casa real de Francia había erigido un nuevo poder en las fronteras septentrionales y orientales del reino. A su ducado original había sumado otras tierras, algunas de ellas feudos del imperio, además de las partes más ricas de los Países Bajos, el más grande centro occidental de comercio y de la industria. Su corte, en Brujas, no tenía rival en despliegue artístico y ceremonial, y en ella trabajaba uno de los conjuntos de administradores más capaces del mundo. Hicieron conquistas y alianzas. Después de una larga prueba de habilidad y tenacidad, sus grandes planes se vinieron abajo cuando el duque Carlos el Temerario fue muerto en batalla en 1477; pero la heredera de Carlos el Temerario todavía gobernaba los Países Bajos y el Franco Condado, y aportó su herencia al matrimonio con el archiduque Maximiliano, hijo del emperador, que más tarde, en 1493, ascendió al trono imperial. De tal manera, Francia se convirtió en el vecino inmediato de esa casa austríaca de Habsburgo, de la cual se elegían los emperadores en aquel tiempo. El problema borgoñón no había terminado, ni tampoco el problema inglés, pues los ingleses estaban todavía en Calais. Sus intereses económicos se hallaban estrechamente ligados con los de los Países Bajos, y muy a menudo habían encontrado aliados en los príncipes bor-goñones. Hacia fines del siglo xv, los franceses tuvieron un respiro, pero sólo fue un respiro. Entretanto, fueron adquiriendo nuevas tierras y en 1486 la adquisición de Provenza les dio una parte importante del litoral Mediterráneo.
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A lo largo de la costa, en la vecindad de Provenza, estaba Italia, espléndida pero políticamente caótica. Su población total ascendía quizá a la mitad de la de Francia, pero estaba dividida en una docena de estados pequeños. La República Veneciana, el más estable de todos, tenía más de un millón de habitantes en sus territorios italianos. Al oeste de la misma se hallaba el ducado de Milán, con cerca de un millón de habitantes, pero con mucho menos de qué presumir en materia de gobierno o de artes. Florencia, más pequeña todavía, bajo el gobierno de los Médicis, era el centro intelectual y artístico de toda Europa. Alrededor de los anteriores se apiñaban el ducado de Saboya, con sus pasos alpinos, la república marítima de Genova, los estados financieros y comerciales de Siena y de Lucca y pequeños estados belicosos, gobernados por condotieros que tenían tropas para alquilar o, a veces, para servir a sus propios fines ambiciosos. Al sur de todos ellos, el dominio papal, el más grande de todos los principados eclesiásticos, mal gobernado y casi desintegrado entre los gobernantes nominalmente subordinados de sus ciudades, se extendía de mar a mar, a través de los Apeninos. Toda la mitad sur de la península pertenecía al "reino" de Ñapóles, el único reino de Italia, escasamente poblado, con mucho menos de un millón de habi-tflntes. Sicilia pertenecía al reino español de Aragón, pero poseía sus propios estados y su propia administración.
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La casa real de Francia tenía pretensiones feudales a la herencia de Milán y de Ñapóles, y estas pretensiones no eran más fútiles que algunas de las que esgrimían constantemente reyes y señores para justificar sus agresiones. Había exilados que apremiaban al joven rey de Francia, Carlos VIII, a reclamar sus derechos y reformadores que alimentaban la esperanza de que abrazara su causa y depusiera al Papa reinante, Alejandro VI, el más desacreditado de todos los papas, el español Bor-gin. Carlos tenía un ejército de cerca de 30 000 hombres, el más fuerte de Europa. No era un ejército feudal. La infantería estaba formada por mercenarios extranjeros, en gran parte suizos, porque el servicio militar era la industria de exportación preferida de estos montañeses, y en la que destacaban. La caballería pesada, o gens-d'armes, estaba formada por los hijos más jóvenes de los terratenientes franceses, y era de primera clase. La artillería y los ingenieros eran los mejores del mundo. En 1494, Carlos entró con su ejército en Italia. Nadie podía detener su avance; al año siguiente, luego de arreglar a su gusto los asuntos de Milán y de Florencia había sido coronado rey de Ñapóles. Pero la lucha por la supremacía en Italia, que él inició, habría de durar hasta 1559 y durante todo ese periodo dorni-naría las relaciones internacionales de la Europa occidental.
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Era de esperarse que incluso una campaña victoriosa daría una oportunidad a las potencias rivales y que los éxitos en Italia provocarían su envidia. Carlos se había protegido contra ellas mediante la preparación diplomática de la guerra. Para que no se volviera a abrir la cuestión borgoñona, devolvió a Maximiliano algunos territorios recientemente ocupados y protegió su otro flanco al conceder al rey de Aragón su derecho sobre dos provincias fronterizas. Al intervenir en Italia, sin duda había pretendido adelantarse a la ingerencia española, y no fue nada sorprendente que España fuera una de las potencias que se aliaron defensivamente cuando pareció que Carlos lograría adueñarse de toda Italia. Algunas de estas potencias no importaban seriamente. Milán estaba dividido por sus facciones; Venecia podía comprarse con algunos puertos de la Apulia y esta concesión la enfrentaba además con el Papa. Pero el emperador, el padre de Maximiliano, tenía sus derechos sobre los estados de la Italia septentrional y alimentaba sus propias ambiciones allí. La oposición de cualquiera de estas potencias sería peligrosa si contaba con el apoyo de España.
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La situación de la Península Ibérica en el siglo xv no se parecía a la de ninguna otra parte de Europa. En su mayor parte, era tierra estéril, grandemente dividida por barreras naturales, y su población era menor que la de Francia, pues sólo ascendía a cerca de ocho millones en España y a menos de dos en Portugal. Pero a la par que el Islam avanzaba avasalladoramente por el Este, los reinos cristianos de esta península sudoccidental avanzaban y aumentaban su poderío. Los portugueses adelantaban por mar y los españoles hacían retroceder a los moros por tierra. Este movimiento podía compararse, en cierta manera, a la expulsión de los ingleses de Francia. Creó tipos especiales de potencias feudales, por ejemplo, grandes órdenes militares y feudos que eran casi tan independientes como el de Borgoña. Ello no impidió que hubiera rivalidades entre los diversos reinos cristianos. En 1462; el reino de Castilla dio un paso adelante al apoderarse de Gibraltar y otros lugares y obtener el derecho al pago de un tributo anual por parte de los moros. No quedaba ya nada de la España musulmana, salvo el reino de Granada, rodeado por tierra, de mar a mar, por Castilla. Este país era de carácter feudal y militar y realizaba poco comercio por mar. Poseía el espíritu de cruzada en mayor grado que sus vecinos, Portugal y Aragón, y podía esperar la realización de grandes empresas con sólo unirse a cualquiera de ellos. Portugal, como hemos visto, era el estado comercial y de cruzada del Atlántico. Desde el siglo xm, era plenamente independiente. En el siglo xv, disfrutaba normalmente de paz con Castilla y de una alianza con Inglaterra. Había hecho conquistas y había conseguido hacer pie en Marruecos y en la costa occidental de África y las Islas del Atlántico. En el litoral Mediterráneo, y recibiendo gran parte de su civilización de Francia a través de los Pirineos, se hallaba Aragón, cuya superficie era aproximadamente la cuarta parte de la de Castilla y en que la mayoría de los habitantes hablaban catalán, valenciano e italiano: Aragón miraba hacia el Este. Poseía las Baleares, Cerdeña y Sicilia, y guardaba relaciones estrechas con Genova y Napóles.
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Casi accidentalmente, la política dinástica determinó la unión personal de Castilla y Aragón en 1474. No se convirtió en una unión constitucional orgánica sino mucho más tarde y España no había avanzado ni remotamente tanto como Francia en el sentido de una nacionalidad sólida y uniforme. En Castilla, la monarquía tenía que lidiar con nobles privilegiados y con las municipalidades, pero las cortes, la asamblea de los estados, eran relativamente débiles; en Aragón eran más fuertes, y las libertades de las cuatro partes componentes del reino estaban firmemente arraigadas. Pero Fernándo e Isabel construyeron una vigorosa administración central del nuevo tipo profesional, que gradualmente robusteció su presa sobre el gobierno, a expensas de todas las demás autoridades. Los "Reyes Católicos", como se les llamó, obtuvieron un control excepcional de los asuntos de la Iglesia y ejercieron un verdadero despotismo eclesiástico. La unión personal alteró inmediatamente el estado político de la península. Los moros de Granada cometieron la torpeza de negarse a pagar el tributo y de apoderarse de una fortaleza fronteriza. Inmediatamente se produjo una guerra que duró diez años, desde .1482 hasta 1492. Granada estaba dividida por disputas dinásticas. La flota castellana la aisló de África y bloqueó sus puertos. El ejército español era principalmente feudal y no de muy buena calidad, pero estaba poseído de entusiasmo. Una nueva fuerza nacional, la hermandad, fue reclutada; se alquilaron suizos y se presentaron como voluntarios otros extranjeros. Fue una guerra de sitios, y los cuerpos de artillería y de ingenieros cristianos, algunos de ellos extranjeros, aunque toscos, eran efectivos. Granada se rindió en condiciones liberales, y así desapareció el último reino musulmán de la Europa occidental. Las estipulaciones se violaron; hubo rebeliones y expediciones punitivas hasta 1508; pero nunca volvió a resurgir el dominio de los moros.
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Comenzaba a existir una nueva potencia. Al mismo tiempo, España desplegó una nueva maestría en muchas de las artes de la civilización. Durante la guerra, la reina Isabel estableció el primer hospital de campaña moderno. En el año en que terminó la guerra, uno de sus subditos le obsequió la primera gramática de la lengua castellana, que fue la primera gramática de un idioma moderno. Se fundaron nuevas universidades. El pensamiento era activo; la organización, la disciplina, la asimilación del sur recientemente conquistado avanzaron unánimemente. La conquista de Granada condujo de modo natural a un nuevo avance en la misma dirección. Fue seguida inmediatamente de un reconocimiento del norte de África, al que habían huido los refugiados de Granada. En 1509, el gran ministro cardenal Jiménez acompañó una expedición que capturó Oran.
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Los españoles conservaron Oran durante 200 años y después de su conquista se apoderaron de Trípoli; pero su presión hizo que se unieran las fuerzas del Islam a las que la conquista de Egipto por los turcos permitió acudir al rescate de Túnez y Argel. En alianza con el sultán turco, estos estados de reciente fundación fueron salvados por el poderío marítimo, y los españoles, a partir de 1515, tropezaron con una nueva resistencia marítima, con una Guerra Santa en el mar. Además, los españoles nunca volvieron sus espaldas a Europa para concentrar sus nuevas energías en África. El Mediterráneo occidental era un solo teatro del comercio, la política y la guerra, y desde los primeros éxitos de Carlos VIII de Francia en Italia, Fernando e Isabel fueron arrastrados a la lucha italiana.
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El precio que Carlos había pagado por su neutralidad era elevado; pero se vigilaba cada paso de su avance con aprensión celosa, y el soborno no era lo bastante rico para que se contemplara con ecuanimidad el espectáculo de un rey francés en Ñapóles. Los franceses eran unas veces poderosos y otras débiles, pero ninguna otra potencia tomó una vigorosa iniciativa en Italia. Los estados italianos y sus vecinos de Italia se agruparon en alianzas de corta vida, pero se separaban y cambiaban de bando, según que esperaran obtener más al unirse contra los franceses o al participar en los despojos de las victorias francesas. El dominio de Carlos en Ñapóles duró solamente del verano al otoño: cuando Fernando, el emperador, el Papa, Milán y Venecia se unieron contra él, tuvo que retirarse. Dos años más tarde, el emperador y Venecia abandonaron la coalición; pero los españoles y los napolitanos arrojaron a las fuerzas francesas del sur de Italia. Una segunda fase de la aventura francesa comenzó cuando el primo de Carlos, Luis XII, ascendió al trono en 1498 y cedió una nueva porción de plazas fronterizas al duque de Borgoña, para mantenerlo neutral, a la vez que tenía de su lado al Papa y a Venecia. Por un tiempo pareció que esto habría de conducir a un reordenamiento del mapa de Italia. Los franceses se establecieron en Milán y satisficieron las ambiciones de Venecia, que quería mejorar su frontera terrestre. César Borgia, el despiadado y hábil hijo del Papa Borgia, había convertido al Estado papal en un eficaz despotismo. Fernando de Aragón creyó que lo mejor era acceder a un reparto de Ñapóles. Pero estos acontecimientos no se correspondían con las realidades de poderío. Venecia perdió una batalla naval contra los turcos y se quedó sin fuerza para conservar las nuevas posesiones terrestres que temerariamente había adquirido. El ejército español había ido aumentando calladamente en tamaño y eficacia, en especial su infantería. Cuando Luis aceptó la rendición de Ñapóles, atrajo sobre sí esta fuerza. El general español Gonzalo de Córdoba, "el gran Capitán", avanzó por el reino, ganando batalla tras batalla. Los franceses fracasaron miserablemente en una doble invasión de España por el Este y por el Oeste, a través de los Pirineos. Ñapóles fue anexado a Aragón en 1504 y así terminó el sueño del dominio francés en el sur de Italia.
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Durante los restantes diez años de su vida, el rey Luis todavía fue algo en Italia, pero su dominio dependía de las vicisitudes de las alianzas constantemente cambiantes, y los franceses no mostraron mayor sentido común que los aguzados italianos para distinguir mezquinas ganancias inmediatas de intereses sólidos y permanentes. Luis trató de concertar una alianza ofensiva con Borgoña, pero esta vez ofreció en pago una parte tan grande de territorio que los estados generales franceses se levantaron en defensa de los intereses nacionales, declarando que las provincias que ofrecía eran inalienables y que la princesa de quien habrían de ser la dote debía casarse con el propio heredero de Luis. El último aliado que le quedaba era el Papa, el belicoso Julio II, y fue este Papa el que salió ganando de la alianza, al enfrentar a los franceses contra los venecianos y quedarse con todo lo que necesitaba de la República. El emperador Maximiliano, que se sumó al ataque contra Venecia, no obtuvo nada. Luego, los franceses se pelearon con el Papa. Hablaron de convocar un concilio, y así un concilio hostil al Papa se reunió en Pisa y después en Milán. Luis obtuvo victorias, luego sufrió derrotas, tras las cuales volvió a alcanzar victorias en el norte de Italia. Murió en 1515 y su sucesor, Francisco I, tuvo que enfrentarse a una nueva guerra con España. Cruzó con un ejército los Alpes, ganó una batalla y quebrantó el poderío de los suizos en el norte de Italia. En 1516 se llegó a un convenio. Se reconoció el derecho de los franceses a Milán y el Papa devolvió las disputadas plazas fronterizas. El Concordato de Bolonia reguló las relaciones del Estado con la Iglesia en Francia. Esto disminuyó el poder y la independencia de los obispos y puso gran parte de los asuntos eclesiásticos en manos del rey y del Papa, lo que casi equivalió a una concesión de independencia a la Iglesia galicana. De esta manera, Francisco, como Fernando, aunque en menor grado, añadió el poder eclesiástico al temporal.
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Ciertamente, flotaban en el aire ideas que negaban todo el pensamiento en que se había fundado el arreglo de las disputas. Dos sitios, escritos en el año de 1513, nos muestran cuan fundamentales eran tales ideas.1 Nicolás Maquiavelo, funcionario florentino, historiador, autor dramático y maestro de la prosa italiana, escribió El Príncipe, manual del arte del éxito político. En este arte no tenían cabida ni la justicia ni la misericordia, y su héroe era César B orgia; pero ofreció la visión de una Italia unida y libre de dominio extranjero. La otra obra maestra de 1513 fue el panfleto anónimo titulado Julius Exclusus, diálogo cuyo tema era la negación de la entrada al cielo al Papa Julio (muerto ya), a un cielo que no se había merecido. Esta denuncia del pontífice mundano y victorioso era expresión de la ética cristiana, pero había algo revolucionario en ella. El sitio fue escrito en secreto por Erasmo, erudito en letras clásicas y exégeta bíblico de gran celebridad, nacido en Holanda, pero incesante viajero de Europa, educado como clérigo y que nunca se contentó con la vida que la Iglesia le podía ofrecer. Como el sitio de Maquiavelo, ya no era medieval: poseía una expresión directa que debía algo a los antiguos clásicos. Y, cada uno a su modo, estos dos sitios eran signos de cambios fundamentales en la civilización que comenzaban a fructificar, y a los que en breve volveremos nuestra atención. Antes de hacerlo, sin embargo, debemos echar una mirada a la Europa oriental y ver cómo afectaron a sus relaciones con el Oeste los cambios que acabamos de mencionar.
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Naturalmente, tanto los movimientos intelectuales como los cambios en la organización política ejercieron su influencia en esa parte del mundo. A mediados de] siglo xv, arquitectos italianos fueron a trabajar a Moscú, en cuyo Kremlin todavía se ven obras italianas. Pero la caída de Constantinopla se produjo en un momento en que Moscovia adquiría más fuerza. Los tártaros de la Horda Dorada se habían debilitado por las emigraciones, y el príncipe Iván III, llamado el Grande (1462-1505), mediante su alianza con el Khan de Crimea, enfrentó a un grupo de tártaros contra el otro y se libró de seguir pagando tributo. Cuando los turcos avanzaron por la región del Mar Negro, las potencias occidentales volvieron sus ojos en esa dirección, buscando aliados. El papado y Venecia arreglaron un matrimonio entre Iván y una sobrina del último emperador de Oriente.
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En 1519, se hallaba en Moscú un delegado papal, urdiendo planes. Los Habsburgos trataron también de incluir a Iván en su sistema de alianzas. En 1486, un mercader de Silesia viajó a través de Lituania hasta Moscú e informó a Viena de lo que había visto. Se le envió de regreso con una misión diplomática: el emperador Maximiliano ofrecía investir a Iván con la dignidad de rey e incorporarlo al sistema europeo. Iván le respondió que no necesitaba investidura y le hizo la sorprendente sugerencia de concertar una alianza ofensiva para apoderarse de Hungría para Maximiliano, y de Lituania, para él mismo, i^os intercambios de misiones diplomáticas con el emperador no tuvieron más resultado que los intercambios con los papas. Desde el punto de vista del Occidente, Moscovia era una nueva, pero intratable potencia. Desde el punto de vista ruso, había surgido una cuestión occidental, a saber, la de cómo aprovechar la habilidad técnica de Occidente sin pérdida de independencia. Al mismo tiempo, el Oeste y el Báltico eran el campo más prometedor en el que utilizar la nueva fuerza del Estado para hacer conquistas. Los turcos eran fuertes y había sobradas razones para comerciar con ellos y mantener relaciones amistosas. Iván III invadió Finlandia. La república comercial de Novgorcd era el centro del comercio con la liga de las ciudades del norte de Alemania, llamada la Hansa, y un centro de civilización rusa casi tan importante como Moscovia. Iván se volvió contra ella y la sometió. Trasladó a algunos de los habitantes al sur y puso término al comercio de la Hansa. Luego declaró la guerra a Lituania, y pocos años después de su muerte los rusos se apoderaron de Pskov y Smolensko. En 1518, el sucesor de Iván, Basilio III, en su correspondencia oficial con el emperador utilizó el título de zar, la forma rusa de César. Era tanto como decir que existía ua segundo sistema de estados junto al de Occidente, y que no habría de absorberse en él, sino que era un sistema constituido por un solo Estado. No obstante, Rusia no era todavía una gran potencia, como los estados consolidados del Oeste. No podía compararse con ellos en fuerza militar. Era ambicioso, pero ambicionaba más extender sus fronteras que conquistar otros estados. No contemplaba aventuras a distancia.
Ninguna consideración de distancia limitaba las ambiciones de los turcos, que no albergaban la menor duda de su superioridad militar sobre el Occidente. Reconocían al Occidente una habilidad especial en algunas artes e industrias; pero esos productos se podían comprar fácilmente. La curiosidad que sentían por las formas de vida occidental no les llevó a imitarlas. Ma-homed II, el conquistador de Constantinopla, posó para que le retratara el pintor veneciano Vittorio Carpaccio, cuyos cuadros de San JoTge y Santa Úrsula son populare? hoy por el sentimiento ingenuo e infantil que erróneamente se pretende descubrir en ellos; pero no occidentalizó su ejército, ni su Estado.
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La organización social del imperio turco era totalmente diferente de la de Europa y se prestaba para convertir las victorias militares en conquistas duraderas. No existían distinciones de rango o de clase legalmente reconocidas. Los propios turcos eran una minoría, pero no constituían una clase gobernante. Entre los funcionarios, que dependían totalmente del sultán, figuraban eslavos, griegos, albaneses, georgianos y algunos italianos. La Iglesia griega era tan dócil para con los sultanes como lo había sido con los emperadores bizantinos. Muchos cristianos conservaron sus tierras u obtuvieron cargos elevados al renegar de su fe, pero el resto fue desdeñosamente tolerado. Aunque no existía una industria, y el comercio de exportación de sedas de Siria y especias de Egipto estaba en manos de europeos, el Estado tenía los más grandes y regulares ingresos, y era el único de Europa que gozaba de un superávit constante. Los impuestos eran ligeros y disminuían a medida que creció el imperio, porque no se aumentaba proporcionalmente el ejército. El equipo militar era inferior al de Occidente, pero la artillería se importaba, y aunque fuese inferior en calidad, no era necesaria para conservar el orden interno, de modo que toda ella podía enviarse a las fronteras. Del mismo modo, la inferioridad técnica de las demás tropas, que se reclu-taban entre pueblos relativamente atrasados, era compensada por su número y organización. No eran mercenarios, como los del Oeste o los del antiguo Imperio de Oriente; eran conscriptos, recogidos gracias al "tributo de niños", principalmente de los territorios cristianos conquistados en Europa, especialmente de Servia y Albania. Estos jenízaros, que sumaban 8 000 hombres, tenían que ser célibes. Eran el único ejército permanente de la época, el único que permanecía en pie de guerra durante el invierno, de una campaña a la siguiente. En calidad, eran inferiores a la mejor infantería occidental, pero su paga era regular; sus listas estaban completas; jefes y soldados hablaban un solo idioma. Constituían el núcleo de un ejército en el que las mejores tropas eran las de la nutrida caballería ligera. Era este el periodo en que la infantería empezaba a ocupar el lugar de la caballería como arma decisiva; pero, por el momento, las tropas turcas de tierra, en conjunto, eran casi invencibles. En el mar no disfrutaban de tal ventaja. Tenían muchos barcos; pero mal construidos y con tripulaciones mal entrenadas.
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El imperio otomano era mucho más poderoso que cualquier estado europeo, y estaba creciendo. Entre 1485 y 1519 su extensión se triplicó. Durante su reinado de treinta años, Mahomed II sometió a todos los restantes estados griegos independientes, además de Albania, y a todos los restantes estados eslavos de los Balkanes, salvo la región de Montenegro. Se apoderó de las posesiones genovesas en Crimea y convirtió en sus tributarios a los tártaros de esa península. Fracasó, cierto es, ante Rodas y los venecianos se aferraron a unos cuantos puntos de la costa oriental del Adriático, además de sus islas, pero al final de su vida logró el formidable avance de establecer su poderío en el talón de Italia, al capturar Otranto. Un año más tarde, después de la muerte de Mahomed, Otranto fue capturado. El Islam nunca volvió a estar tan cerca de cerrar el Adriático o de apoderarse de Italia; pero más al Este nada frenó su avance. Moldavia, que había recobrado su independencia a fines del siglo xv y se había lanzado inclusive a una breve carrera de conquistas, fue aplastada a comienzos del siglo xvi. La defensa de Levante se mejoró cuando la República Veneciana aceptó la cesión de Chipre, por parte de su última reina; pero, diez años más tarde, los turcos derrotaron a la flota veneciana y Venecia volvió a sus relaciones normalmente amistosas.
Europa se salvó sólo porque sus asuntos europeos fueron siempre menos importantes para los turcos que los de Asia. Desde 1512 hasta 1520 el sultán Selim el Inflexible hizo allí enormes avances. Se apoderó de grandes provincias de Persia. Luego se dirigió al Sur y conquistó Siria y Egipto. Estos acontecimientos dieron tregua a Europa; pero presagiaban peligros.
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Si los estados occidentales hubiesen sido capaces de unirse, habrían podido aprovechar las debilidades de los turcos en armamento, en infantería y en el mar; pero eran incapaces de hacerlo. Dejaron que los turcos los atacaran uno por uno. Los católicos no ayudaron a los ortodoxos. Los venecianos se veían impedidos por los celos de su vecinos italianos y por los Habsburgos austríacos, que estaban aumentando sus territorios al norte del Adriático. De modo que, en los 80 años transcurridos desde la caída de Constantinopla, no hubo nada que se asemejara a una alianza contra los turcos. El desarrollo del sistema de estados occidentales era débil en comparación con el creciente peligro turco.
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Un año después de la caída de Constantinopla, el Papa Nicolás V promulgó una indulgencia, una remisión de penas espirituales por sus pecados, a todos los que contribuyeran con dinero a la defensa de Chipre contra los turcos. El anuncio de esta indulgencia es el primer pedazo de papel impreso con tipos móviles en Europa, al que podemos asignar una fecha definida. No hay razón para suponer que nadie previera la significación plena de este nuevo invento tecnológico. Ciertamente, Mahomed II, si es que acaso oyó hablar de ella, no llegó a la deducción de que el Occidente poseía nuevas reservas de fuerza y de inventiva que, con el tiempo, habrían de invertir sus relaciones con el Este. Al contemplarla desde la época actual, podemos ver, a pesar de la oscuridad de nuestros defectuosos registros, que la invención de la imprenta, como comúnmente la llamamos, fue algo más que una señal de enormes cambios. Demostró también que cierto número de alteraciones convergentes en la sociedad los habían preparado ya.
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Algo parecido se conocía en China desde mucho tiempo antes, y no podemos afirmar con seguridad si los europeos aprendieron el arte de la imprenta directa o indirectamente de los chinos o si lo descubrieron por sí solos. Ni siquiera sabemos con exactitud cuándo y dónde se practicó primero este arte en Europa, pero nuestra ignorancia al respecto refuerza la idea de que no fue traído de fuera, plenamente desarrollado, a una civilización occidental que no estaba preparada paTa recibirlo, tal y como se llevó el teléfono al África del siglo xix. En su aspecto técnico, se habían recorrido ya varias etapas preparatorias. A comienzos del siglo xrir, o quizás en el siglo XII, se habían impreso dibujos en telas con bloques de madera tallados en relieve. Hasta comienzos del siglo xv, la escritura tenía que hacerse sobre pergaminos o materiales semejantes, de piel, cuya cantidad era necesariamente limitada y de precio relativamente elevado. A partir de ese momento, sin embargo, comenzó a abundar el papel de trapo y esto permitió que la producción de sitios y la escritura en general se expandieran indefinidamente. Luego llegó la impresión con bloques de madera sobre papel: había grabados en madera de santos y cartas de barajas. Después, sólo se necesitaban unas cuantas adaptaciones en las prensas y en la fabricación de bloques para perfeccionar el arte y los últimos pasos muy probablemente se dieron en Maguncia, rica ciudad comercial y culta capital eclesiástica.
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La preparación no sólo se había llevado a cabo en el aspecto técnico; contribuyeron también a cambios en la mente humana. Por lo que podemos saber, las mejoras técnicas bien se podían haber hecho mucho antes, si alguien las hubiese necesitado, y hay dos razones para pensar que, en cierta manera, apareció un nuevo deseo de invenciones de esta clase. En primer lugar, aunque en la actualidad la mayoría de los historiadores rechazan las pretensiones de otros lugares, aparte de Maguncia, por lo que respecta al mérito del descubrimiento de la invención, hay en ellas motivos suficientes para probar que esos otros lugares la adoptaron muy rápidamente, en particular el gran centro de las artes y las manufacturas, los Países Bajos. Bien pudo haberse desarrollado independientemente en más de un sitio al mismo tiempo. En segundo lugar, la imprenta no fue lo único que nació de los grabados con bloques de madera. Podemos decir que los hombres estaban haciendo experimentos a partir de ellos en varias direcciones. Una de ellas era el grabado intaglio, en el que, en vez de resaltar, como las partes que dejan la impresión de un tipo o de una talla en madera, la línea grabada se excava en la madera o en el metal, y el papel se imprime sobre ella para que tome la tinta. Toda una serie de métodos de grabado se basan en este principio, de modo que antes de mediados del siglo xv los artistas tenían a su disposición varios métodos de reproducir exactamente sus trabajos en muchas copias.
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Esto era algo nuevo, algo que inmediatamente comenzó a cambiar las formas de ver y de trabajar de los hombres. Había grabadores que hacían sus propios dibujos, en tanto que otros grababan las obras dibujadas por otros hombres con fines diferentes. Comenzaron a popularizarse obras de arte que no eran únicas, ni aproximadamente como sus originales, como pueden serlo las copias dibujadas a mano, sino casi tan idénticas que, para los fines comunes, no había diferencia. Muchas personas podían poseer el mismo dibujo. Ese fue un gran cambio, pero también hubo otros. Al ver constantemente grabados en madera y en otros materiales, la gente adquirió una nueva capacidad o hábito de ver, no en color, sino en blanco y negro, que en cierta manera enriqueció y de otra empobreció su modo de ver. El mundo de la visión y de la imaginación se alteró. Durante cerca de cuatrocientos años —hasta los comienzos de la fotografía— no se produjo una nueva invención que pudiera compararse con ésta, pero a lo largo de estos siglos los modos de ver continuaron cambiando, bien para alcanzar nuevas delicadezas de percepción o para perder satisfacciones bien conocidas. A pesar de estos cambios en las artes visuales, y también a partir de ellas, se efectuaron cambios todavía mayores y más frecuentes en la naturaleza de la lectura y de la escritura, así como en los usos de ambas en la vida, cambios más fecundos, porque afectaban a toda clase de hombres y de mujeres en casi todo cuanto hacían o pensaban.
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Tan pronto como se descubrió la imprenta, se dejó sentir una gran demanda de sitios y papeles impresos por todo el mundo latino. En el espacio de una generación, las prensas llegaron a trabajar en Francia, Italia, España, los Países Bajos, Inglaterra y Dinamarca. Antes de terminar el siglo, las poseían también Portugal y Suecia e inclusive Montenegro, el puesto avanzado de los Balkanes. Por supuesto, los sitios podían exportarse a países en que no había imprenta; en el siglo xvi creció un comercio internacional de sitios, bien organizado, que prestaba sus servicios a la mayoría de los países occidentales. Desde el mismísimo comienzo, hubo dos tipos de copia para los impresores, tal y como había habido dos tipos de originales para los grabadores. Por una parte, los impresores hacían ediciones de sitios que ya existían en el mundo; de toda clase de sitios, desde los clásicos griegos y latinos, hasta las más recientes novelas populares. Esta tarea era tan enorme que todavía no se ha terminado y probablemente nunca se terminará: había tantos sitios y documentos en manuscrito, que era necesario elegir los más importantes, pero a medida que el proceso siguió su curso, se fueron presentando constantemente nuevas demandas, ya fuese en virtud de hallazgos fortuitos en antiguas bibliotecas, o por el descubrimiento de otras literaturas, como las del Este, a medida que se fue extendiendo el conocimiento de los idiomas. De estas dos maneras, la expansión del pasado conocido en literatura ha proseguido sin cesar, con interminable aceleración.. Por otra parte -y ésta es la razón principal de que los impresores nunca hayan podido terminar la impresión de lo que ya se había escrito antes de que se inventara la imprenta— siempre tenían que dividir el uso de su maquinaria entre esta tarea y la tarea igualmente urgente y necesaria de imprimir lo que se escribía en su tiempo. Junto con lo viejo, los primeros impresores diseminaron también lo nuevo, y muy pronto hubo autores de talento que escribían especialmente para las prensas. Hemos visto ya que vivieron en un tiempo en que lo nuevo, en literatura y en el pensamiento, era muy diferente de lo viejo, y en extremo atractivo. Al ponerlo rápidamente en manos de muchos, y al aplazar la impresión de gran parte de lo que recientemente había pasado de moda, los primeros impresores ayudaron a separar a sus contemporáneos y a sus sucesores de los siglos inmediatamente precedentes.
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Ahora podían producirse sitios con mucha mayor rapidez, mucho más baratos y en número mucho más grande. Fue una revolución que prosiguió hasta que, en nuestra propia época, las nuevas invenciones para la reproducción del sonido han puesto fin a la edad en que la palabra impresa era el principal vehículo de la difusión del conocimiento, la información, las ideas e inclusive las emociones. Por debajo de todos los acontecimientos de estos siglos, se ha venido efectuando un cambio que los primeros impresores que podían tirar unos pocos centenares de ejemplares de un sitio en unas cuantas semanas, se convirtieran en los modernos impresores, que pueden sacar un millón de copias de un periódico en unas pocas horas. El mundo está repleto de estas innumerables hojas y volúmenes impresos, grandes y pequeños, baratos o caros, raros o conocidos de todo el mundo, duraderos o efímeros, guardados celosamente u olvidados, comunes y corrientes o exquisitamente bellos. Cada uno de ellos, ha dejado algún resultado tras sí, y la suma de estos resultados escapa a todo cálculo.
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Es fácil ver que la imprenta facilitó mucho la propagación de las letras; y la capacidad de leer y escribir es un instrumento de autoridad si pertenece a unos pocos, pero cuando pertenece a muchos, es una de las bases de la igualdad. A medida que aumentó el número de lectores, la influencia de los lectores se multiplicó. En las universidades, en los asuntos públicos y entre los lectores en general se disponía de más sitios, y así la influencia más personal del maestro o del expositor cedió su lugar al poderío del sitio, del invisible autor. Se podían crear reputaciones literarias y propagarse con la misma rapidez con que los barcos y caballos podían transportar paquetes de sitios. Erasmo gozaba de reputación europea, y cada sitio que publicaba era conocido de un extremo al otro del Continente en cuanto salía de las prensas. Todo hombre que supiera leer, o al que se le pudiera leer, era accesible a la persuasión, a la propaganda de lejos y de cerca, quizá autorizada, quizá dirigida contra ideas e instituciones establecidas. Los gobiernos y la Iglesia, de acuerdo con sus tradiciones, esforzándose por conservar su imperio sobre las mentes de los hombres, elaboraron reglas de censura y crearon nuevas instituciones para hacerlas cumplir; pero la sencilla maquinaria de gobierno que tenían a su disposición era a menudo incapaz de contener las crecientes corrientes. Valiéndose de editoriales clandestinas, a través de canales secretos de distribución, los autores podían todavía enfrentar a sus lectores contra el orden establecido. Inclusive aun sin conflicto de opiniones, la relación del autor con su público se alteró. Trabajaba ahora en un medio industrial. Desde el comienzo, al cooperar con el hombre de negocios que poseía y organizaba la casa impresora, un autor podía ganar dinero que provenía de sus lectores, y no de ningún patrono o mecenas. A medida que la industria creció, fue ofreciendo mayores retribuciones y, por tanto, mayor libertad, aunque a veces las ofreciera en condiciones duras. Las casas editoriales, que eran una nueva institución con su propia mezcla de bien y de mal, se interponían entre el autor y el lector
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Quizá los más grandes cambios que la imprenta trajo consigo no fueron estas modificaciones sociales, sino las ¡alteraciones en el lenguaje y en la literatura misma. Los sitios impresos fijaron las normas de uniformidad para los idiomas y, de tal modo, la multiplicidad de dialectos comenzó a ceder ante unos pocos grandes idiomas literarios, que tenían su centro en las capitales políticas, académicas, o comerciales. Todos los ingleses comenzaron a escribir el idioma de Londres; todos los franceses el de París; la mayoría de los españoles, el de Castilla. Esto llevó su tiempo y ocurrió más o menos rápidamente según las circunstancias. En Italia, Dante había elevado a la primacía la lengua toscana desde mucho antes; pero el país estaba tan dividido que hasta existió una refinada literatura escrita en el dialecto de Venecia en el siglo xvm. Donde quiera que se impuso, el idioma metropolitano poseyó una fuerza vinculadora e inspiradora propia, y robusteció el sentimiento nacional, por entonces en crecimiento.
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En literatura, los cambios fueron sutiles, pero radicales. Era mucho más fácil que antes tener en un solo lugar múltiples sitios, de modo que se pudieron reunir rápidamente masas de información y el aparato del saber se transformó. Grandes obras de referencia, diccionarios, enciclopedias, historias y colecciones de textos pusieron a la disposición de cada estudiante un conocimiento que, en otro tiempo, no hubiera podido recoger en toda su vida. El conocimiento del presente se ahondó, pero también una conciencia del pasado, sin cesar presente, lo complicó y obstaculizó. Al mismo tiempo, las normas de corrección se tornaron más exigentes. Al tener ante sí tantas copias idénticas de sitios, inalteradas por los pequeños toques de individualidad que los calígrafos y copistas introducían siempre, deliberada o accidentalmente, los lectores conocieron un nuevo rigor en materia de exactitud verbal y corrección gramatical. La obra individual de un autor se distinguió más claramente de los elementos heredados o tomados en préstamo. Los derechos de autor se convirtieron en un hecho legal, en tanto que la paternidad de una obra y el plagio, como concepciones literarias y éticas, se definieron más claramente. El Renacimiento fue fomentado no sólo como movimiento intelectual, sino como movimiento en el arte de las letras. La manera más común de disfrutar de la poesía había sido oírla recitar; la forma más común de utilizar un sitio había consistido en leerlo en alta voz. Ahora, había tantísima más lectura que un número cada vez mayor de personas leían en silencio, para sí mismas, y se escribieron los sitios de modo que pudiesen captarse mejor por el ojo que por el oído. La prosa ganó a expensas del verso; el significado a expensas del sonido. La memoria perdió parte de su valor. El relato que podía seguirse sin un narrador debía contarse de una manera especial: las palabras mismas, sin una voz que las vistiera de expresión, sin acento o entonación, debían crear su propia ilusión. De manera que la imprenta planteó nuevos problemas a la literatura, y a medida que hábiles autores fueron descubriendo los medios de resolverlos, el alcance de la literatura fue aumentando hasta que, para millones de seres humanos, se convirtió casi en un sustituto del pensamiento y la imaginación; en los comienzos de la prehistoria, el hablar había otorgado la facultad de comunicar experiencias, de imaginarse a sí mismo como un ser diferente, en otro tiempo o lugar. Mucho tiempo después, la escritura había permitido que la imaginación se plasmara como algo fijo y duradero, como también sumar una fantasía a otra, más allá del alcance de la memoria, mucho más alia del presente personal. La imprenta puso a las obras de la imaginación, junto con las del pensamiento y la emoción, todavía más firmemente a salvo de los azares del tiempo y del lugar presentes.
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Como el judaismo y el Islam, el cristianismo había sido siempre la religión de un sitio; ahora, se convirtió en algo que el mundo no había visto jamás, en la religión de un sitio impreso. Por sí solo, esto no significaba más que la adición de un arma de tiro rápido, de gran precisión, al armamento de la Iglesia. En España, el cardenal Jiménez, que además de ministro era el Gran Inquisidor, fomentó la producción de una magnífica edición de la Biblia en latín, hebreo y griego. Pero en los países en que la Iglesia estaba en conflicto con heréticos, que ponían en tela de juicio sus doctrinas, o con príncipes y laicos, que usurpaban sus derechos y sus posesiones, era un factor perturbador que miles de lectores, inclusive los más ignorantes, pudieran ahora leer por sí solos la Biblia, y sacar sus propias conclusiones de sus vastos y, en muchos aspectos, misteriosos contenidos. El texto autorizado de la Iglesia de Occidente era una traducción vieja e imperfecta. En el término de un siglo, a partir de la aparición de la imprenta, se habían producido dos cambios enormes, estrechamente entremezclados en cada punto. Traducciones en lenguas vernáculas se habían impreso en varios idiomas europeos: la mejor pericia lingüística y crítica se había aplicado a los originales hebreo y griego, para establecer el texto verdadero e, inevitablemente con mucho menor éxito, su verdadero significado. Cada uno de estos procesos guardaba relación con las controversias fundamentales, en las que los participantes y la audiencia eran mucho más numerosos que en cualquier discusión anterior de cuestiones religiosas o de interés público.
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Hemos visto que los gobernantes fuertes por doquier, y particularmente en España y en Francia, vigorizaron su poder en relación con el de la Iglesia, y que hubo numerosos intentos, en mayor o en menor escala, de hacer avanzar, ya sea mediante concilios o de otra manera, el rezagado movimiento de Reforma. Tanto si los gobernantes tenían como móvil la avidez de riquezas, o un deseo de buenos gobernantes de prestar su apoyo á los reformadores, la riqueza y el poderío de las instituciones eclesiásticas existentes estaban condenados a padecer por igual. Reformas locales y limitadas podían tener mucho de bueno, pero trastornaban el estado existente de la distribución de la riqueza. Los gobiernos fuertes, o los obispos fuertes, podían evitar grandes trastornos; pero así en su centro, como en su periferia, la Iglesia, a comienzos del siglo xvi, estaba amenazada por nuevas tendencias, cada una de las cuales frenaba a veces a las otras, pero a veces también las respaldaba. En primer lugar, las innovaciones intelectuales y morales estaban trastornando la uniformidad de las creencias y la lealtad para con las autoridades. Los sabios, con su entusiasmo por la verdad y su formidable buen sentido, ponían en tela de juicio algo más que la mera expresión de los textos sagrados. Un italiano, Lorenzo Valla, expuso la falsedad de un documento famoso (que ya habían puesto en tela de juicio Nicolás de Cusa y otros), en el cual se decía que el emperador Constantino le había otorgado al papado derechos en materia de poder temporal. También dio expresión a una teoría ética, no muy nueva que digamos, a la que podríamos llamar utilitaria; lo bueno no era otra cosa que lo útil, o dicho con otras palabras, los resultados para los individuos eran el criterio último de bondad. Esta doctrina, y su proposición todavía más sorprendente de que el Papa era el Anticristo de que se hablaba en el Libro del Apocalipsis, no impidieron que Valla disfrutara hasta su muerte de un cargo en la corte papal. Un eminente erudito aristotélico, Pietro Pomponazzi, preservando su ostensible ortodoxia mediante un expediente que a nadie podía engañar, alegó contra la inmortalidad del alma. Pero no perdió su cátedra de profesor en la gran Universidad de Padua. Este trastorno de las antiguas creencias hizo que algunos hombres fuesen más tolerantes, en tanto que otros se alarmaron y aumentaron sus censuras, cuando vieron la mundanidad y el relajamiento del clero, desde los papas, que vivían como príncipes magníficos, hasta los numerosos sacerdotes que tenían por concubinas a sus amas de llaves. Cuanto más se hundía el clero, tanto más difícil le era defender sus propiedades. Los terratenientes robaron las tierras beneficiales y utilizaron su patronato eclesiástico como una simple parte de su riqueza. Los papas mismos sancionaron muchos proyectos por los cuales las dotaciones de las canongías o de los monasterios se cedieron a las universidades y a los colegios, que los soberanos o estadistas fundaron en interés de la educación.
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Estos cambios de largo alcance se venían efectuando en la mayor parte de Europa, pero las circunstancias políticas de un país hicieron que condujeran a una revolución que transformó la totalidad de la vida política y espiritual del Continente. Este país fue Alemania. El idioma alemán era hablado por mayor número de personas que cualquier otro de Europa. La parte alemana del Sacro Imperio Romano estaba más poblada que Francia, pues poseía cerca de veinte millones de habitantes. Ni el imperio ni el idioma llegaron nunca a Coincidir en sus límites con un solo pueblo. Al este del Elba, los campesinos, cuya posición económica y social mostraba todavía que eran pueblos conquistados, habían hablado en otro tiempo lenguas eslavas, de las que sobrevivían algunas islas. Había también población alemana de terratenientes y comerciantes, y en algunas partes de campesinos, no sólo aquí, sino también más al este, más allá del Imperio, en los puertos del Báltico hasta Reval y en la región de Letonia que, como vimos, estaba gobernada por una orden militar alemana. Para la historia que vamos a considerar ahora, las distinciones raciales dentro de Alemania tienen poca importancia. Lo mismo puede decirse de la distinción entre la vieja civilización del oeste de Alemania, que retornaba continuamente al Imperio romano, y la civilización cristiana, más recientemente impuesta, de la región del este. Los elementos educados y responsables de Alemania eran lo suficientemente homogéneos para reaccionar de manera muy semejante en casos de emergencia política y eclesiástica, tanto si vivían en una región, como si pertenecían a la otra.