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Lo nuevo y lo viejo en el siglo XV

La obra principal de desmontar las tierras, drenarlas y de roturarlas para el cultivo ya habían sido hechas para ellos por generaciones anteriores. Existían todavía muchos lugares cuyos límites podían extenderse más, pero la etapa inicial había pasado y la vida nómada había sido olvidada casi por completo. Casi todas las tierras tenían propietarios. Existían pastores nómadas en España, ganaderos y buhoneros por doquier, así como ejércitos de soldados mercenarios sin residencia fija; pero éstos, como los gitanos y los sabios viajeros, eran seres de excepción, que se movían entre los intersticios de un mundo asentado y establecido. Según las normas de nuestro tiempo, la población era muy escasa; pero cuando algún cambio en las condiciones de vida determinaba un movimiento migratorio, éste no acababa con la colonización de zonas despobladas, sino que era absorbido por comunidades estables, que podían dar trabajo y sustento a los recién llegados.

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Los aspectos exteriores de la vida eran mucho más variados que hoy en cuanto a contrastes, peculiaridades locales y regionales, debido a que los viajes y los transportes eran tan lentos y difíciles, y tan primitiva la tecnología, que el carácter i'ísico de cada pedazo de tierra, dictó, dentro de límites nuy estrechos, la clase de vida que podía llevarse en él. La superficie cultivable, las herramientas que se podían utilizar y las cosechas que se podían recoger, así como la forma en que el trabajo podía organizarse dependían de si se trataba de una montaña o de una llanura, de un suelo ligero o pesado, de un clima seco o húmedo, de si se estaba cerca de una costa o de un río navegable o lejos de él, y no sólo dependían de estas grandes variaciones, que todavía tienen gran importancia hoy, sino también de accidentes físicos de mucho menor consideración. No era fácil traer desde lejos abonos o equipos, ni siquiera semillas y ganado; no había muchos mercados para elegir. Todo tenía que hacerse con materiales del lugar, cuando era posible, y de tal manera, en la mayoría de los sitios la agricultura, así individual como comunal, no estaba especializada, sino que proporcionaba todo lo necesario para la vecindad.

En muchas otras esferas del vivir humano, las mismas limitaciones llegaron a causar una variedad semejante. Había estilos locales de arquitectura, basados en los materiales de que se podía disponer, madera o ladrillos, piedra dura o piedra blanda. En el vestir, en las herramientas, en los muebles, en los útiles y comodidades de toda clase, los artesanos de cada pueblo o ciudad tenían su estilo propio.

Esta variedad ahondaba en todo, se extendía al reino del pensamiento, como puede verse en el caso del lenguaje. Cada distrito poseía su dialecto y aunque los dialectos pertenecían a idiomas más grandes, como el francés y el provenzal, el alto alemán o el bajo alemán, no

eran muchas las personas que leían sitios, ni tampoco las que necesitaban hablar con alguien que viniera de un lugar situado a más de un día de viaje, de modo que apenas existían normas para hablar correctamente. El hombre que vivía a dos jornadas de distancia era un extranjero. El europeo era un animal local.

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A pesar de toda esta variedad existía una civilización. Bajo las diversidades de los sistemas agrícolas, hubo similitud de fundamentos sociales. Casi por doquier la propiedad individual existía al lado de los derechos de la comunidad. En todas partes había sistemas de herencia y la propiedad se basaba en la familia monógama. Las mujeres vivían en estado de dependencia, aunque no en una sujeción tan completa como en las civilizaciones orientales. Los que cultivaban la tierra eran campesinos libres en unos lugares, y siervos en otros, mientras en otros aún siervos y hombres libres trabajaban juntos en la misma economía; pero la esclavitud pura y simple no prevalecía en grado considerable en ninguna parte. Casi por doquier, la división de clases en el campo se conformaba a algún ordenamiento feudal. Había distinciones de rango, señaladas más o menos claramente por títulos y formas de tratamiento trasmitidos más o menos estrictamente por herencia. Cuanto más alto era su rango, tanto mayores eran las oportunidades que un hombre tenía de adquirir riquezas y rodearse de servidores y posesiones; pero los grados de rango estaban vinculados a diferencias de función. La administración de la justicia y el trabajo consultivo y administrativo en el gobierno se hallaban, en gran parte, en manos de la capa superior, constituida por terratenientes con una tradición militar.

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Las ciudades habían crecido gracias a las manufacturas y el comercio. Había muchas, pero eran todavía muy pequeñas. Probablemente, París tenía 200 000 habitantes; pero la mayoría de las ciudades comerciales famosas, como Venecia y Londres no poseían ni la mitad, en tanto que las ciudades de feria o de mercado eran proporcionalmente más reducidas. Los mercaderes y aprendices y jornaleros de las ciudades no encajaban en las distinciones de clases del campo. Poseían propias formas de organización. Uno de los rasgos distintivos de la vida europea era el número y el vigor l ae las asociaciones en que los habitantes de las ciudades se reunían para la persecución de fines económicos, sociales o religiosos. Según el equilibrio de fuerzas entre los elementos rurales y urbanos, las ciudades estaban sometidas a los señores feudales en algunos lugares, en otros eran independientes de ellos, y en otros más, todavía, especialmente en Italia, habían logrado imponerse a los nobles del campo, que vivían como ciudadanos al amparo de sus muros. Pero, en las ciudades, los elementos fundamentales de la familia y de la herencia eran los mismos que en el campo. En ambos lugares, las familias principales formaban aristocracias, esto es, conjuntos de hombres que tenían derecho a honores y cargos no sólo en virtud de su capacidad o por h«ber sido elegidos o designados, sino gracias a su rango heredado. Su vida común, su sentimiento de la naturalidad, desenvoltura e igualdad de las relaciones que guardaban entre sí, y de su superioridad respecto de aquellos con los que no se unían en matrimonio, o que no compartían sus oportunidades, les dieron hábitos de libertad. Muchos de ellos tenían ideales de valor, resistencia, lealtad, y consideración para las mujeres; en su mejor aspecto, reconocían que el servicio daba derecho a la protección, que no debían explotarse la debilidad y la inexperiencia, que no era correcto pedirle a otro que corriera un riesgo que ellos mismos no estaban dispuestos a correr. Mostraban también una faceta más dura cuando se unían para dividir y mantener sujetos a los que eran menos afortunados. Pero entre estos "inferiores" había también hombres libres. Los había entre los burgueses y campesinos cuya posición social era independiente del capricho o del favor de cualquier hombre. Cada posición social y cada profesión tenía sus propias normas de conducta, su propia sabiduría y sus propias transgresiones de las normas.

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Además de esta uniformidad subyacente, existían líneas de comunicación que ligaban esta civilización y enviaban impulsos de un extremo al otro de la línea. La distancia y la lejanía impedían el trato en un grado que nos es difícil imaginar hoy, y sin embargo es real y verdadera la paradoja de que las condiciones del tiempo eran más favorables que hoy al "internacionalismo" y a la mutua comprensión entre hombres de diferentes países. Se habla a menudo de un "internacionalismo" medieval, cuyas manifestaciones más evidentes eran la Iglesia católica y el uso del latín por las clases educadas, y hablamos como si fuera el resultado de la buena disposición de los hombres medievales, y como si su desaparición no hubiese sido simplemente una calamidad, sino algo reprensible. Sin embargo, este internacionalismo era, en otro sentido, un síntoma de debilidad en la civilización, y no de fuerza. Precisamente porque la población era escasa, eran muy pocos los hombres que se dedicaban a las tareas más civilizadas y civilizadoras. Para poder alcanzar alguna norma de excelencia elevada, para lograr sobrevivir a los peligros que los asediaban en una sociedad hostil o no convencida, los hombres que tenían tales vocaciones no podían ser solitarios, sino que debían unirse, en cierto grado, para compartir sus conocimientos y defender sus intereses comunes. Puesto que no podían encontrar un número suficiente de su misma clase en los lugares en que vivían, a fin de constituir la comunidad que necesitaban, trabaron vínculos con hombres semejantes a ellos, que vivían en otros lugares. Un poca más adelante estudiaremos desde otro punto de vista la Iglesia, en la que el clero de toda Europa se había organizado para encontrar apoyo mutuo. Atenderemos también a las universidades; pero, por el momento, será mejor tomar como ejemplo una facultad de las universidades, la de leyes, la segunda en antigüedad, después de la de teología. Los juristas de las universidades llevaban a cabo una gran empresa común de investigación y enseñanza. Estaban mejorando y trasmitiendo una herencia intelectual cuyo meollo era el derecho romano. Su estudio tenía mucha vitalidad e iba demostrando que era cada vez más útil, en muchos países, a pesar de las grandes diferencias de instituciones y tradiciones legales. El derecho en general, y el derecho romano especialmente, constituyeron un vínculo legal entre los innumerables abogados que trabajaban en los tribunales, o como funcionarios de los reyes, los grandes señores o los municipios. Las facultades jurídicas de las universidades se comunicaban entre sí. Entre los abogados existían otros vínculos, menos visibles, y así, aunque no poseían una organización como la Iglesia, formaban ya una profesión coherente en toda la superficie de tierra que abarcaba la Iglesia, un cuerpo que, como precio de su apoyo, exigía de sus miembros un determinado grado de conocimiento competente y de conformidad a una norma de ética profesional.

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La unidad de esta segunda clase, que no se debía a los fundamentos sociales, sino a la super-estructura de la civilización, se trasmitió principalmente por caminos bien determinados. Una ciudad estaba ligada a otra vecina por una costa o un río navegable, o por un camino. En gran parte de Europa, los caminos eran principalmente los restos de la gran red de carreteras militares y administrativas que dejaron los romanos. Estaban en ruinas, porque ya no existía un imperio centralizado que dependiera de ellas; pero todavía satisfacían las necesidades de la época y en su recorrido se hallaban suficientes posadas y otras conveniencias para los viajeros. A lo largo de estas rutas puede rastrearse a veces la influencia de un estilo artístico o de una concepción espiritual. La piedra de construcción se transportaba por agua y el mapa de los estilos locales es a menudo una red de líneas irregulares y estrechas que irradian, a lo largo de los ríos, desde los centros en que se extraía y trabajaba la piedra. Uno de los movimientos religiosos característicos del tiempo fue el de los hermanos y hermanas de la Vida Común, en Alemania y en Holanda. Se ha demostrado que todas sus casas estaban establecidas en ciudades que comerciaban con las ferias anuales de Deventer, a unos pocos kilómetros del claustro que hizo famoso el gran escritor místico Tomás de Kempis.

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La influencia unificadora de la Iglesia era la más fuerte de todas y operaba de muchas maneras. En los niveles más altos, existían movimientos conscientes, como éste de la Vida Común, que se propagaban intencionadamente por las vías del trato comercial; y, en el nivel más bajo de la actividad administrativa, no había quien utilizara estas vías como la Iglesia. Su organización no sólo era mucho mayor que cualquier otra; era también la más antigua, la más experimentada y la más regular y metódica en sus operaciones. Preservaba la ortodoxia de las creencias mediante su Inquisición; su jerarquía mantenía algo que se aproximaba mucho a ser una uniformidad del ritual y de la práctica. Por lo que toca a los asuntos prácticos, la totalidad de la Iglesia estaba centralizada; uniones y divisiones de parroquias, permisos para contraer matrimonio dentro de los grados prohibidos, e innumerables asuntos de negocios se decidían en Roma, por lo que respecta a toda la zona que reconocía la autoridad papal. Una organización eclesiástica tan vasta y compleja entraba diariamente en contacto, en muchos puntos, con toda clase de autoridad existente fuera de la Iglesia. El terrateniente podía disputar con el párroco por cuestión del diezmo, de las tierras de gleba o de los tributos, y pocos subditos del rey eran más poderosos que los obispos. En los países que fueron convertidos durante los Siglos Oscuros, los eclesiásticos, aunque no participaban en el gobierno de las ciudades o de los pueblos, ocupaban un sitio en los "estados" o parlamentos y a menudo figuraban entre los grandes funcionarios del Estado. En algunos lugares, el obispo gobernaba como un príncipe; en otros, donde no poseía tales derechos, su rango y su capacidad podían elevarlo a los cargos más altos. El clero, en cuanto cuerpo constituido, logró siempre mantener alguna independencia del dominio secular. Una larga experiencia había demostrado que los sacerdotes célibes, aunque no siempre estuvieran a la altura del ideal del celibato, podían verse libres de los compromisos que el matrimonio habría traído consigo en una sociedad fundada en la familia. Por tanto constituían, en grado mucho más alto que los abogados y que los médicos, una profesión que se extendía por todo el mundo occidental.